Hermanos y hermanas, dirijamos
hoy a Cristo nuestra mirada, con frecuencia distraída por intereses terrenos
superficiales y efímeros. Detengámonos a contemplar su cruz. La cruz es
manantial de vida inmortal; es escuela de justicia y de paz; es patrimonio universal
de perdón y de misericordia; es prueba permanente de un amor oblativo e
infinito que llevó a Dios a hacerse hombre, vulnerable como nosotros, hasta
morir crucificado. Sus brazos clavados se abren para cada ser humano y nos
invitan a acercarnos a él con la seguridad de que nos va a acoger y estrechar
en un abrazo de infinita ternura: «Cuando sea levantado de la tierra, atraeré a
todos hacia mí» (Jn 12, 32).
A través del camino doloroso de
la cruz, los hombres de todas las épocas, reconciliados y redimidos por la
sangre de Cristo, han llegado a ser amigos de Dios, hijos del Padre celestial.
«Amigo», así llama Jesús a Judas y le dirige el último y dramático llamamiento
a la conversión. «Amigo» nos llama a cada uno de nosotros, porque es verdadero
amigo de todos. Por desgracia, los hombres no siempre logran percibir la
profundidad de este amor infinito que Dios tiene a sus criaturas. Para él no
hay diferencia de raza y cultura. Jesucristo murió para librar a toda la
humanidad de la ignorancia de Dios, del círculo de odio y venganza, de la
esclavitud del pecado. La cruz nos hace hermanos.
Pero preguntémonos: ¿qué hemos
hecho con este don?, ¿qué hemos hecho con la revelación del rostro de Dios en
Cristo, con la revelación del amor de Dios que vence al odio? También en
nuestra época, muchos no conocen a Dios y no pueden encontrarlo en Cristo
crucificado. Muchos buscan un amor y una libertad que excluya a Dios. Muchos creen
que no tienen necesidad de Dios.
Queridos amigos, después de vivir
juntos la pasión de Jesús, dejemos que en esta noche nos interpele su
sacrificio en la cruz. Permitámosle que ponga en crisis nuestras certezas
humanas. Abrámosle el corazón. Jesús es la verdad que nos hace libres para
amar. ¡No tengamos miedo! Al morir, el Señor salvó a los pecadores, es decir, a
todos nosotros. El apóstol san Pedro escribe: «Sobre el madero llevó nuestros
pecados en su cuerpo a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para
la justicia; por sus llagas habéis sido curados» (1 P 2, 24). Esta es la verdad
del Viernes santo: en la cruz el Redentor nos devolvió la dignidad que nos
pertenece, nos hizo hijos adoptivos de Dios, que nos creó a su imagen y
semejanza. Permanezcamos, por tanto, en adoración ante la cruz.
Cristo, Rey crucificado, danos el verdadero conocimiento de ti, la alegría que anhelamos, el amor que llene nuestro corazón sediento de infinito. Esta es nuestra oración en esta noche, Jesús, Hijo de Dios, muerto por nosotros en la cruz y resucitado al tercer día. Amén.
Benedicto XVI. Viernes Santo 21
de marzo de 2008 (Vía crucis en el Coliseo)
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