Oh alma fiel, cuando tu fe se vea rodeada de incertidumbre y
tu débil razón no comprenda los misterios demasiado elevados, di sin miedo, no
por deseo de oponerte, sino por anhelo de profundizar (como María): “¿Cómo será
eso?” (Lc 1,34). Que tu pregunta se convierta en oración, que sea amor, piedad,
deseo humilde. Que tu pregunta no pretenda escrutar con suficiencia la majestad
divina, sino que busque la salvación en aquellos mismos medios de salvación que
Dios nos ha dado.
Pues nadie conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del
hombre, que está en él; y, del mismo modo, lo intimo de Dios lo conoce sólo el
Espíritu de Dios (1Co 2,11). Apresúrate, pues, a participar del Espíritu Santo:
cuando se le invoca, ya está presente; es más, si no hubiera estado presente no
se le habría podido invocar. Cuando se le llama, viene, y llega con la
abundancia de las bendiciones divinas. Él es aquella impetuosa corriente que
alegra la ciudad de Dios (Sal. 45,5). Si al venir te encuentra humilde, sin
inquietud, lleno de temor ante la palabra divina, se posará sobre ti (Lc 1,35)
y te revelará lo que Dios esconde a los sabios y entendidos de este mundo. Y,
poco a poco, se irán esclareciendo ante tus ojos todos aquellos misterios que
la Sabiduría (1Co 1,24) reveló a sus discípulos cuando convivía con ellos en el
mundo, pero que ellos no pudieron comprender antes de la venida del Espíritu de
verdad, que debía llevarlos hasta la verdad plena. (Jn 16,12-13).
Guillermo de san Teodorico. El espejo de la fe.
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