El Señor, después de su resurrección, se apareció a sus
discípulos y les saludó diciendo: «¡Paz a vosotros!». Este saludo que salva es,
verdaderamente, la paz porque la palabra «saludo» viene de «salvación». ¿Qué
más se puede esperar? El hombre recibe en persona el saludo de salvación porque
nuestra salvación es Cristo. Sí, él es nuestra salvación, él, que por nosotros
fue herido y clavado en el madero, después bajado de la cruz y puesto en un
sepulcro. Pero él resucitó del sepulcro; sus heridas curaron pero conservan las
cicatrices. A los discípulos les hace bien que sus cicatrices permanezcan para
poder, con ellas, curar las heridas de su corazón ¿Qué heridas? Las de su
incredulidad. Se les apareció con un cuerpo verdadero y «creían ver un fantasma».
Esto no es una ligera herida en su corazón...
Pero ¿qué dice Jesús, el Señor? «¿Por qué os alarmáis?, ¿por
qué surgen dudas en vuestro interior?» Es bueno para el hombre que no sea su
pensamiento el que se levanta por encima de su corazón sino que sea el corazón
el que está por encima; es eso lo que el apóstol Pablo quería inculcar en el
corazón de sus fieles cuando decía: «Ya que habéis resucitado con Cristo,
buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de
Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis
muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca
Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él,
en gloria» (Col 3,1s). ¿Y cuál es esta gloria? La gloria de la resurrección...
Nosotros ahora creemos en la palabra que nos han dicho los
discípulos aunque no nos hayan mostrado el cuerpo resucitado del Salvador...
Pero en aquel momento, el acontecimiento parecía increíble. El Salvador, pues, les
indujo a creer no sólo por la visión material sino también a través del tacto a
fin de que, por medio de los sentidos, la fe les bajara hasta el corazón y
pudieran ir a predicar por el mundo entero a los que no habían visto ni tocado,
y, sin embargo, creerían sin dudar (cf Jn 20,29).
San Agustín. Sermón 116.
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