Domingo de Ramos
El Señor nos da ejemplo de paciencia en la Pasión y de
humildad en la procesión. En aquella se portó como una oveja llevada al
matadero, como un cordero ante el esquilador; enmudeció y no abrió la boca;
mientras padecía no profería amenazas. Al contrario, oraba así: Padre,
perdónales, que no saben lo que hacen.
¿Y cómo actuó en la
procesión? El pueblo se preparaba para salir a su encuentro; sin embargo, a él
no se le ocultaba lo que había en el hombre. Por eso no buscó carrozas ni
caballos, no usó frenos de plata ni sillas doradas; se montó en un humilde
jumento y todo su adorno fueron los mantos de los Apóstoles, que serían los más
ordinarios de aquella tierra.
Más ¿por qué quiso hacer esta procesión si sabía que muy
pronto iba a morir? Tal vez para que la entrada triunfal aumentara la amargura
de la muerte. Las mismas personas, en el mismo lugar y en el espacio de unos
días, le reciben con ritos de triunfo y le crucifican. ¡Qué abismo entre ese:
Fuera, fuera, crucifícalo, y aquel: Bendito el que viene en nombre del
Señor!¡Hosana en las alturas! ¡Qué distinto es llamarle: Rey de Israel, a
decir: No tenemos más rey que el César! ¡Qué poco se parecen los ramos frescos
a la cruz, y las flores a las espinas! Poco antes alfombran el suelo con
mantos, ahora le arrancan el suyo y lo echan a suerte. ¡Qué enorme es la
amargura de nuestros pecados, cuando tanto tiene que soportar el que ha querido
satisfacer por ellos!
San Bernardo, Sermón segundo. Domingo de Ramos.
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