En este cuarto domingo de
Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los dos hijos, más conocido
como parábola del “hijo pródigo” (Lc15,11-32). Este pasaje de san Lucas
constituye una cima de la espiritualidad y de la literatura de todos los
tiempos. En efecto, ¿qué serían nuestra cultura, el arte, y más en general
nuestra civilización, sin esta revelación de un Dios Padre lleno de
misericordia? No deja nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la
leemos tiene la capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto
evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a
conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre
misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora conocemos a Dios: es
nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de conciencia, que
sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. Por esto, la relación
con él se construye a través de una historia, como le sucede a todo hijo con
sus padres: al inicio depende de ellos; después reivindica su propia autonomía;
y por último —si se da un desarrollo positivo— llega a una relación madura,
basada en el agradecimiento y en el amor auténtico.
En estas etapas podemos ver
también momentos del camino del hombre en la relación con Dios. Puede haber una
fase que es como la infancia: una religión impulsada por la necesidad, por la
dependencia. A medida que el hombre crece y se emancipa, quiere liberarse de
esta sumisión y llegar a ser libre, adulto, capaz de regularse por sí mismo y
de hacer sus propias opciones de manera autónoma, pensando incluso que puede
prescindir de Dios. Esta fase es muy delicada: puede llevar al ateísmo, pero
con frecuencia esto esconde también la exigencia de descubrir el auténtico
rostro de Dios. Por suerte para nosotros, Dios siempre es fiel y, aunque nos
alejemos y nos perdamos, no deja de seguirnos con su amor, perdonando nuestros
errores y hablando interiormente a nuestra conciencia para volvernos a atraer
hacia sí. En la parábola los dos hijos se comportan de manera opuesta: el menor
se va y cae cada vez más bajo, mientras que el mayor se queda en casa, pero
también él tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho, cuando regresa
su hermano, el mayor no se muestra feliz como el Padre; más aún, se irrita y no
quiere volver a entrar en la casa. Los dos hijos representan dos modos
inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil.
Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo experimentando
el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito, mayor que
nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en una
relación verdaderamente filial y libre con Dios.
Fuente: S. S. Benedicto XVI. Ángelus
(14-03-2010)