Hoy, segundo domingo de Cuaresma,
tenemos un Evangelio especialmente bello, el de la Transfiguración del Señor.
El evangelista Lucas pone particularmente de relieve el hecho de que Jesús se
transfiguró mientras oraba: es una experiencia profunda de relación con el
Padre durante una especie de retiro espiritual que Jesús vive en un alto monte
en compañía de Pedro, Santiago y Juan, los tres discípulos siempre presentes en
los momentos de la manifestación divina del Maestro (Lc 5, 10; 8, 51; 9, 28).
El Señor, que poco antes había preanunciado su muerte y resurrección (9, 22),
ofrece a los discípulos un anticipo de su gloria. Y también en la
Transfiguración, como en el bautismo, resuena la voz del Padre celestial: «Este
es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo» (9, 35). La presencia luego de Moisés y
Elías, que representan la Ley y los Profetas de la antigua Alianza, es muy
significativa: toda la historia de la Alianza está orientada a Él, a Cristo,
que realiza un nuevo «éxodo» (9, 31), no hacia la Tierra prometida como en el
tiempo de Moisés, sino hacia el Cielo. La intervención de Pedro: «Maestro, ¡qué
bueno es que estemos aquí!» (9, 33) representa el intento imposible de detener
tal experiencia mística. (...)
Meditando este pasaje del
Evangelio, podemos obtener una enseñanza muy importante. Ante todo, el primado
de la oración, sin la cual todo el compromiso del apostolado y de la caridad se
reduce a activismo. En Cuaresma aprendemos a dar el tiempo justo a la oración,
personal y comunitaria, que ofrece aliento a nuestra vida espiritual.
Fuente: Benedicto XVI. Extracto del Ángelus
(24-02-2013)
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