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Fiesta del Bautismo del Señor |
El relato evangélico del bautismo
de Jesús, que hoy hemos escuchado según la redacción de san Lucas, muestra el
camino de abajamiento y de humildad que el Hijo de Dios eligió libremente para
adherirse al proyecto del Padre, para ser obediente a su voluntad de amor por
el hombre en todo, hasta el sacrificio en la cruz. Siendo ya adulto, Jesús da
inicio a su ministerio público acercándose al río Jordán para recibir de Juan
un bautismo de penitencia y conversión. Sucede lo que a nuestros ojos podría
parecer paradójico. ¿Necesita Jesús penitencia y conversión? Ciertamente no.
Con todo, precisamente Aquél que no tiene pecado se sitúa entre los pecadores
para hacerse bautizar, para realizar este gesto de penitencia; el Santo de Dios
se une a cuantos se reconocen necesitados de perdón y piden a Dios el don de la
conversión, o sea, la gracia de volver a Él con todo el corazón para ser
totalmente suyos. Jesús quiere ponerse del lado de los pecadores haciéndose
solidario con ellos, expresando la cercanía de Dios. Jesús se muestra solidario
con nosotros, con nuestra dificultad para convertirnos, para dejar nuestros
egoísmos, para desprendernos de nuestros pecados, para decirnos que si le
aceptamos en nuestra vida, Él es capaz de levantarnos de nuevo y conducirnos a
la altura de Dios Padre. Y esta solidaridad de Jesús no es, por así decirlo, un
simple ejercicio de la mente y de la voluntad. Jesús se sumergió realmente en
nuestra condición humana, la vivió hasta el fondo, salvo en el pecado, y es
capaz de comprender su debilidad y fragilidad. Por esto Él se mueve a la
compasión, elige «padecer con» los hombres, hacerse penitente con nosotros.
Esta es la obra de Dios que Jesús quiere realizar; la misión divina de curar a
quien está herido y tratar a quien está enfermo, de cargar sobre sí el pecado
del mundo.
¿Qué sucede en el momento en que
Jesús se hace bautizar por Juan? Ante este acto de amor humilde por parte del
Hijo de Dios, se abren los cielos y se manifiesta visiblemente el Espíritu
Santo en forma de paloma, mientras una voz de lo alto expresa la complacencia
del Padre, que reconoce al Hijo unigénito, al Amado. Se trata de una verdadera
manifestación de la Santísima Trinidad, que da testimonio de la divinidad de
Jesús, de su ser el Mesías prometido, Aquél a quien Dios ha enviado para
liberar a su pueblo, para que se salve (cf. Is 40, 2). Se realiza así la
profecía de Isaías que hemos escuchado en la primera Lectura: el Señor Dios
viene con poder para destruir las obras del pecado y su brazo ejerce el dominio
para desarmar al Maligno; pero tengamos presente que este brazo es el brazo
extendido en la cruz y que el poder de Cristo es el poder de Aquél que sufre
por nosotros: este es el poder de Dios, distinto del poder del mundo; así viene
Dios con poder para destruir el pecado. Verdaderamente Jesús actúa como el
Pastor bueno que apacienta el rebaño y lo reúne para que no esté disperso (cf.
Is 40, 10-11), y ofrece su propia vida para que tenga vida. Por su muerte
redentora libera al hombre del dominio del pecado y le reconcilia con el Padre;
por su resurrección salva al hombre de la muerte eterna y le hace victorioso
sobre el Maligno.
Fuente; S.S Benedicto XVI. Homilía 13-01-2013. Fiesta del Bautismo del Señor.
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