Celebramos hoy con gran alegría
la fiesta de todos los Santos. Al visitar un jardín botánico, nos sorprende la
variedad de plantas y flores, y resulta natural pensar en la fantasía del
Creador, que ha transformado la tierra en un maravilloso jardín. Experimentamos
un sentimiento análogo cuando consideramos el espectáculo de la santidad: el mundo se nos presenta como un “jardín”,
donde el Espíritu de Dios ha suscitado con admirable fantasía una multitud de
santos y santas, de toda edad y condición social, de toda lengua, pueblo y
cultura.
Cada uno es diferente del otro,
con la singularidad de la propia personalidad humana y del propio carisma
espiritual. Pero todos llevan grabado el “sello” de Jesús (cf. Ap 7, 3), es
decir, la huella de su amor, testimoniado a través de la cruz. Todos viven
felices, en una fiesta sin fin, pero, como Jesús, conquistaron esta meta
pasando por fatigas y pruebas (cf. Ap 7, 14), afrontando cada uno su parte de
sacrificio para participar en la gloria de la resurrección.
La solemnidad de Todos los Santos
se fue consolidando durante el primer milenio cristiano como celebración
colectiva de los mártires. En el año 609, en Roma, el Papa Bonifacio IV
consagró el Panteón, dedicándolo a la Virgen María y a todos los mártires. Por
lo demás, podemos entender este martirio en sentido amplio, es decir, como amor
a Cristo sin reservas, amor que se expresa en la entrega total de sí a Dios y a
los hermanos. Esta meta espiritual, a la que tienden todos los bautizados, se
alcanza siguiendo el camino de las “bienaventuranzas” evangélicas, que la
liturgia nos indica en la solemnidad de hoy (cf. Mt 5, 1-12). Es el mismo
camino trazado por Jesús y que los santos y santas se han esforzado por
recorrer, aun conscientes de sus límites humanos.
En su existencia terrena han sido
pobres de espíritu, han sentido dolor por los pecados, han sido mansos, han
tenido hambre y sed de justicia, han sido misericordiosos, limpios de corazón,
han trabajado por la paz y han sido perseguidos por causa de la justicia. Y
Dios los ha hecho partícipes de su misma felicidad: la gustaron anticipadamente en este mundo y,
en el más allá, gozan de ella en plenitud. Ahora han sido consolados, han
heredado la tierra, han sido saciados, perdonados, ven a Dios, de quien son
hijos. En una palabra: “de ellos es el
reino de los cielos” (Mt 5, 3.10).
En este día sentimos que se
reaviva en nosotros la atracción hacia el cielo, que nos impulsa a apresurar el
paso de nuestra peregrinación terrena. Sentimos que se enciende en nuestro
corazón el deseo de unirnos para siempre a la familia de los santos, de la que
ya ahora tenemos la gracia de formar parte. Como dice un célebre canto
espiritual: “Cuando venga la multitud de
tus santos, oh Señor, ¡cómo quisiera estar entre ellos!”.
Que esta hermosa aspiración anime
a todos los cristianos y les ayude a superar todas las dificultades, todos los
temores, todas las tribulaciones. Queridos amigos, pongamos nuestra mano en la
mano materna de María, Reina de todos los santos, y dejémonos guiar por ella
hacia la patria celestial, en compañía de los espíritus bienaventurados “de
toda nación, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Y unamos ya en la oración el recuerdo
de nuestros queridos difuntos, a quienes mañana conmemoraremos.
Fuente; S.S. Benedicto XVI. Ángelus 01-11-2008.