Solemnidad de todos los santos. Por S.S. Benedicto XVI

Celebramos hoy con gran alegría la fiesta de todos los Santos. Al visitar un jardín botánico, nos sorprende la variedad de plantas y flores, y resulta natural pensar en la fantasía del Creador, que ha transformado la tierra en un maravilloso jardín. Experimentamos un sentimiento análogo cuando consideramos el espectáculo de la santidad:  el mundo se nos presenta como un “jardín”, donde el Espíritu de Dios ha suscitado con admirable fantasía una multitud de santos y santas, de toda edad y condición social, de toda lengua, pueblo y cultura.

Cada uno es diferente del otro, con la singularidad de la propia personalidad humana y del propio carisma espiritual. Pero todos llevan grabado el “sello” de Jesús (cf. Ap 7, 3), es decir, la huella de su amor, testimoniado a través de la cruz. Todos viven felices, en una fiesta sin fin, pero, como Jesús, conquistaron esta meta pasando por fatigas y pruebas (cf. Ap 7, 14), afrontando cada uno su parte de sacrificio para participar en la gloria de la resurrección.

La solemnidad de Todos los Santos se fue consolidando durante el primer milenio cristiano como celebración colectiva de los mártires. En el año 609, en Roma, el Papa Bonifacio IV consagró el Panteón, dedicándolo a la Virgen María y a todos los mártires. Por lo demás, podemos entender este martirio en sentido amplio, es decir, como amor a Cristo sin reservas, amor que se expresa en la entrega total de sí a Dios y a los hermanos. Esta meta espiritual, a la que tienden todos los bautizados, se alcanza siguiendo el camino de las “bienaventuranzas” evangélicas, que la liturgia nos indica en la solemnidad de hoy (cf. Mt 5, 1-12). Es el mismo camino trazado por Jesús y que los santos y santas se han esforzado por recorrer, aun conscientes de sus límites humanos.

En su existencia terrena han sido pobres de espíritu, han sentido dolor por los pecados, han sido mansos, han tenido hambre y sed de justicia, han sido misericordiosos, limpios de corazón, han trabajado por la paz y han sido perseguidos por causa de la justicia. Y Dios los ha hecho partícipes de su misma felicidad:  la gustaron anticipadamente en este mundo y, en el más allá, gozan de ella en plenitud. Ahora han sido consolados, han heredado la tierra, han sido saciados, perdonados, ven a Dios, de quien son hijos. En una palabra:  “de ellos es el reino de los cielos” (Mt 5, 3.10).

En este día sentimos que se reaviva en nosotros la atracción hacia el cielo, que nos impulsa a apresurar el paso de nuestra peregrinación terrena. Sentimos que se enciende en nuestro corazón el deseo de unirnos para siempre a la familia de los santos, de la que ya ahora tenemos la gracia de formar parte. Como dice un célebre canto espiritual:  “Cuando venga la multitud de tus santos, oh Señor, ¡cómo quisiera estar entre ellos!”.

Que esta hermosa aspiración anime a todos los cristianos y les ayude a superar todas las dificultades, todos los temores, todas las tribulaciones. Queridos amigos, pongamos nuestra mano en la mano materna de María, Reina de todos los santos, y dejémonos guiar por ella hacia la patria celestial, en compañía de los espíritus bienaventurados “de toda nación, pueblo y lengua” (Ap 7, 9). Y unamos ya en la oración el recuerdo de nuestros queridos difuntos, a quienes mañana conmemoraremos.

Fuente; S.S. Benedicto XVI. Ángelus 01-11-2008.