El Papa
Benedicto XVI nos había advertido acerca de un fenómeno dramático de nuestro
tiempo: “La pérdida del sentido de pecado”.
El
pecado no es inocuo. No acontece sin dejar marcas, sin horadar la sanidad de un
pueblo, sin operar su daño en el
entramado del cuerpo social. Nuestros pecados, como miembros de la
Iglesia, tampoco dejan de producir
lastimaduras y sangrías. Sufre entonces un debilitamiento el Cuerpo
místico. Porque la cizaña corroe. Y a ella se le opone la santidad. La virtud.
¿Acaso
no dice Jesucristo que el que peca se hace esclavo del pecado? ¿Y no dice el
Apóstol que el salario del pecado es la muerte?
Si algo
se palpa en nuestra época, junto con la pérdida del sentido del pecado, es la pérdida
del temor de Dios. Se ha diluido. Se apocó el ánimo ante Aquel que Es. Ante su
Santidad, su Trascendencia, su Majestad divina. Es un tiempo de exaltación del
orgullo. Y aún de la arrogancia y la rebeldía. Un humanismo peligroso lo invade
todo. Un arrojar al exilio, como una exclusión de las conciencias, a aquel que
es Señor de señores, Soberano, y, Todopoderoso.
No
parece siquiera poder comprenderse palabras como las del profeta Isaías: “Ay de
mí, perdido soy, pues siendo un hombre de labios impuros, que habita en medio
de un pueblo de labios impuros, he visto con mis ojos al Rey, Yahvé Sebaot”.
O
aquello de Abraham, sobrecogido de súbito temor, intercediendo por Sodoma dice:
“ Te ruego, porque he comenzado a hablar a mi Señor, aunque soy polvo y ceniza”…
Jacob exclama al despertar de su sueño: “¡Verdaderamente el Señor se halla en
este sitio, y yo no lo sabía. ¡Qué terrible es este lugar!”
En un
tiempo de ligerezas y confusiones varias, la Iglesia proclama este Evangelio,
con la firmeza de la fe y sabiéndose amparada bajo las alas de la Verdad.
Jesucristo dialoga. Pero su dialogar no es un hacer componendas. No busca
complacer al errado. No se priva de incomodar a su interlocutor. Y esto por
amor. Porque en un verdadero diálogo, si no se ama la verdad, todo resulta
inconducente. Jesucristo es nuestro Maestro. A él buscamos imitar como buen
Pastor, y no a los lobos.
El Señor
dialoga con Nicodemo y lo conduce a la verdad. ¿Acaso no enseña la Biblia que
el amor se regocija en la verdad? Y Cristo es Verdad, Amor, y Vida.
No
decimos una vanidad si decimos que Jesús vino al mundo para que los hombres “tengan
Vida, y la tengan en abundancia”. En su diálogo con Nicodemo, Jesús le asegura
que esa Vida es nueva, pero de una novedad radical. Tan radical que para
recibirla es necesario nacer de nuevo. Hay que renacer de lo alto, por el agua
del Bautismo, y por la acción del Espíritu. Así se comienza a participar de la
Vida de Dios.
Y esos
caudales de Vida divina están llamados a crecer, a expandirse, a anegar la vida
de los hombres, de los pueblos, de la realidad toda.
Y para
eso era necesario la elevación del Mesías. Y en un doble sentido. Ser elevado
en la altura de la Cruz, y ser exaltado a lo más alto de los cielos. Una
realidad supone a la otra.
Cristo
redime con su Sacrificio, y Cristo desde su promoción a la derecha de Dios
dispone del Espíritu Santo para darlo, infundirlo, y operar el renacimiento
espiritual, en y con su Iglesia.
Cristo
elevado en la Cruz realiza la derrota del adversario, nos compra con su Sangre,
y nos alcanza el perdón. Cristo murió por nuestros pecados. Y Cristo resucitó,
ascendió, para que tengamos Vida en su Nombre. “Les voy a preparar un lugar, y
cuando haya ido y les haya preparado un lugar volveré, y los llevaré conmigo”.
“Sí,
Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que crea
en él no muera, sino que tenga Vida eterna”. “El que cree en él, no es
condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el Nombre
del Hijo único e Dios”.
El Amor nos mira desde
la Cruz. La Verdad nos libera desde la Cruz.
Cristo nos ama, nos
ilumina, nos libera por los méritos de su Cruz.
La Cruz, como hora de
las tinieblas, como furor diabólico, fue convertida por el Amor de Cristo en su
propia exaltación. Elevado, dará la Vida eterna. No pudieron con él, ni el mal
ni la muerte. Venció.
Su victoria es ahora
ofrecida. Y ese es nuestra espiritual gozo.
Y nada de esto, en tanto
fascinante misterio, nos puede hacer laxos de conciencia, o despreocupados de
los alcances del pecado. Más bien, nos anima
a responder santamente, a luchar por la Verdad, a sembrar la buena
semilla del Reino, a cuidar los tesoros de la gracia, a resistir al Tentador, a
levantar el estandarte de la esperanza en medio de la Gran tribulación.
Mientras avanzamos con
nuestras cruces, dejando atrás y al costado lo que nos ata a lo pasajero, eso
que nos quiere sacar de este camino de luz, lo que siendo inferior busca
seducirnos, lo que incluso oponiéndose a Cristo no cesa de procurar que vivamos
como instalados en este mundo; mientras avanzamos, digo, en medio de pruebas y
desafíos cada vez más aberrantes, nadie puede robarnos el gozo de ser de Jesús.
Ser del Señor de señores y Rey de reyes. Del amigo santísimo. Del divino
Hermano. Del Altísimo Jesucristo. Y de gustar, anticipadamente, los bienes que
de él nos llegan.
También se eleva a
Cristo en la Eucaristía. Se lo eleva como Cordero. El único que puede abrir los
sellos.
Todos los mordidos por
la serpiente. Todos los inoculados con su veneno. Todos nosotros, los
pecadores, en él, y sólo en él, encontraremos la sanación a nuestras miserias.
La misericordia y la
fidelidad de Dios están aseguradas. Pero ese no es el problema de nuestro
mundo. El problema está dado en que se vive como si no hiciera falta ninguna
misericordia, porque no hay sentido de pecado.
Por eso, en la boca de
Cristo resuenan claras como el cristal las palabras: “Conviértanse.” “Crean.”
Lo que Dios quiere es
que vivamos. No se ha contentado con darnos una vida natural, una vida con su
principio, y fin, sino que ha querido darnos una Vida sin término, una Vida en
él, una Vida participada en su mismo esplendor; Vida en abundancia, Vida eterna
y gozosa, Vida santa, desbordante e inacabable. Vida de amor. Vida
transparentando a Dios. Vida verdadera.
Y para esto hay que
creer en Jesucristo. Y por esto, creyendo en el Señor, la Iglesia lo eleva en
el Sacrificio eucarístico diciendo por boca del sacerdote: “Este es el cordero
de Dios que quita el pecado del mundo, felices los invitados al banquete del
Señor”.
Padre Gustavo
Seivane
El padre Gustavo comparte el Amor de Dios a través de Jesús en forma de poesia para elevar nuestras errantes almas hacia la caricia de Dios.
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