7 de enero Fiesta del Bautismo del Señor |
El Precursor obedece. Cristo también. El Señor entra en las aguas del Jordán. No viene a usurpar nada, ni a ostentar. No pronuncia discurso. No predica sobre el bautismo. Le deja testimoniar a Juan. Inclina su cabeza. Pasa como uno de tantos, pero es el Mesías. Parece un pecador, pero es la fuente de la Gracia. El Bautista lo llama Cordero. Y lo es. El Cordero que quita el pecado del mundo. El Cordero que vencerá al lobo.
En el corazón del río, mientras las aguas aún mojaban la sagrada cabeza
de Jesús, lo santo y tremendo acontece. Es el instante divino dando su
teofanía, su manifestación, dominando la escena, alegrando, cambiando el aire.
Porque un silencio nuevo y preliminar, dio paso a la apertura del Cielo; y
hasta las piedras bajo el agua, los rayos del sol, los cuerpos y la almas
presentes, las ocasionales brisas, los ecos del desierto participaron del
estremecimiento: es la voz del Padre, su sonora lluvia de autoridad, que habla,
que afirma a Cristo como el predilecto a quien hay que escuchar. Como el Hijo.
Mientras tanto una paloma desciende. Blanca señal. Signo de la unción. He ahí
al Mesías. Aquel a quien el último de los profetas, no podrá desatarle siquiera
la correa de las sandalias, el qua ahora nos pone bajo los caudales de otro
río, cuyas aguas son aguas de Vida, las aguas de la gracia bautismal, aguas para
renacer e inaugurar lo divino en nosotros, y en su Católica Iglesia, que será
Romana siempre, y que presente aquí, proclama que Jesucristo es el Señor.
¿Nos elevará la Gracia en este día? ¿Conoceremos la miel del Corazón de
Cristo? ¿Saltarán como langostas nuestros pensamientos, subiendo hacia Dios por
la fe, y cayendo en la boca como santo testimonio? ¿Dejaremos correr las aguas
de nuestro bautismo para anegar de Gloria las horas del vivir? ¿Nuestra fe
detendrá a la antigua serpiente cuando nos diga, con su astucia, que Dios
miente, y que la magia, y la autosuficiencia son las que nos abren los ojos
para ser como dioses?
Con la gracia divina, nos sujetemos como el Bautista, con el cinturón de
cuero de la verdad y de la penitencia, cuando las ruinas amenacen a nuestro
católico pueblo. ¿Se escucha, acaso, en las calles de nuestra ciudad, la
pregunta que Dios le hiciera a Caín: “¿Por qué estás resentido y tienes la
cabeza baja? Si obras bien podrás mantenerte erguido; si obras mal, el pecado
está agazapado a la puerta y te acecha, pero tú debes dominarlo”.
Colmado de poder, ungido con el Espíritu Santo, Jesucristo pisa las
aguas del Jordán. Él, siendo el más grande, se inclina ante un menor, y siendo
impecable se hace bautizar. Es el Omniabarcante en quien se cumplen las
profecías( el clamor profético de un Isaías diciéndonos: “Ah! Si rompieses los
cielos y descendieses!”). Es el Enviado. Es el Hijo de Dios nacido en Belén. Es
el Nazareno divino buscándonos.
Jesús ha reunido el cielo y la tierra. Y sobre las aguas, como Palabra
de Dios, pronuncia el hágase de una nueva creación. “El que crea y se bautice
se salvará”.
Complacer a este Señor divino es nuestra felicidad. Servirlo. Agradecer
su llegada al mundo. Bienaventurado el
que sirve a Jesús, y reconociéndolo Señor de todo lo creado, le ofrenda su vida
y todas las cosas; y le rinde culto, y se estremece por su amor.
Que el Amor substancial y divino se haga humilde dispensador de su
Gracia. Que encarnado, tanto se haga bautizar para inaugurar aguas de bendición
y renacimiento, como quiera quedarse entre nosotros hecho Pan de Santidad y
alimento de eternidad, debe movernos a adorarlo y a servirlo. Porque conociendo
estas cosas y no amarlo con todas nuestras fuerzas, es como perdernos. La
ingratitud es como un bosque oscuro, y la indiferencia como un pozo helado.
Nuestro bautismo nos ha transformado. Por el agua y el Espíritu
aconteció una nueva creación. Fuimos promovidos a una excelencia inefable: ser
hijos de Dios, hermanos del divino Jesucristo, participando desde ahora de un
proceso de divinización por la gracia del Salvador del mundo.
“He venido a traer Vida en abundancia”, enseña el Señor. “Brotarán de
ustedes manantiales de agua viva que saltarán hasta la Vida eterna”, agrega.
“Yo Soy la Puerta”, insiste.
Claro que esta fuerza está llamada a desplegarse, a ser levadura en la
masa, a tomar volumen, a favorecer el crecimiento, la expansión. Y siempre con
nuestra libre respuesta al don recibido.
Jesucristo, que no tiene necesidad de bautizarse, lo hace “porque
conviene que así se cumpla lo que es justo”, leemos en San Mateo; que es como
si dijese: “Hago lo que tendrán que hacer todos mis seguidores. Doy el ejemplo
a todos los cristianos. Soy el Primero en todo.”
Se nos presenta, hoy, en este Evangelio, lo que sucede en cada bautismo.
Cada bautismo es como introducirse en la fuerza de Dios que irrumpe operando
una transformación.
Se recibe una altísima dignidad. El don de una dignidad que hace que ni
el Bautista pueda desatarnos la correa de las sandalias. Ya no a Jesús a ningún
bautizado. Sublime profeta de la Antigua Alianza, sí, pero, “el menor en el
Reino de los Cielos es mayor que él”, dice Jesucristo.
San Atanasio lo expresó de modo admirable: “Dios se hizo hombre para
que el hombre pudiera hacerse Dios”.
Los cristianos, hombres consagrados, renacidos, sellados por el
Espíritu, revestidos de Cristo, adoptados por Dios; los cristianos, en la pila
bautismal, misteriosamente sabemos del Cielo que se rasga, de lo eterno que se
inicia, de la superación definitiva de la nada y de la muerte biológica, y de
la comunicación de la Gracia divina, y de la unión por las virtudes divinas con
el Dios vivo y verdadero.
Por eso, también para nosotros son las palabras del Padre. Para cada
uno, porque el amor de Dios lo hizo posible. Cada uno de los renacidos en el
bautismo ha de escuchar: “Éste es mi hijo muy querido, en quien tengo puesta mi
predilección”.
Esa predilección, ese amor incondicional, ha de borrar temores en
nosotros. Nos ha de animar. Nos debe mover a imitar a Cristo. A adorarlo. A
bendecir sin cansarnos. A entregarnos como él. A servirlo. A amar en su Nombre.
A amarlo sobre todas las cosas.
Ser predilecto de la Luz... Podemos sumergirnos en el “mar de cristal” y
reflejar los infinitos fulgores de la divina Gracia. Espejar a Dios. Amén.
Padre Gustavo Seivane
Muy bueno
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