La doctrina de la santidad perfecta de María desde el
primer instante de su concepción encontró cierta resistencia en Occidente, y
eso se debió a la consideración de las afirmaciones de san Pablo sobre el
pecado original y sobre la universalidad del pecado, recogidas y expuestas con
especial vigor por san Agustín.
El gran doctor de la Iglesia se daba cuenta, sin duda, de
que la condición de María, madre de un Hijo completamente santo, exigía una
pureza total y una santidad extraordinaria. Por esto, en la controversia con
Pelagio, declaraba que la santidad de María constituye un don excepcional de
gracia, y afirmaba a este respecto: "Exceptuando a la santa Virgen María,
acerca de la cual, por el honor debido a nuestro Señor, cuando se trata de
pecados, no quiero mover absolutamente ninguna cuestión, porque sabemos que a
ella le fue conferida más gracia para vencer por todos sus flancos al pecado,
pues mereció concebir y dar a luz al que nos consta que no tuvo pecado
alguno" (De natura et gratia, 42).
San Agustín reafirmó la santidad perfecta de María y la
ausencia en ella de todo pecado personal a causa de la excelsa dignidad de
Madre del Señor. Con todo, no logró entender cómo la afirmación de una ausencia
total de pecado en el momento de la concepción podía conciliarse con la
doctrina de la universalidad del pecado original y de la necesidad de la
redención para todos los descendientes de Adán. A esa consecuencia llegó,
luego, la inteligencia cada vez más penetrante de la fe de la Iglesia,
aclarando cómo se benefició María de la gracia redentora de Cristo ya desde su
concepción.
En el siglo IX se introdujo también en Occidente la
fiesta de la Concepción de María, primero en el sur de Italia, en Nápoles, y
luego en Inglaterra.
Hacia el año 1128, un monje de Canterbury, Eadmero,
escribiendo el primer tratado sobre la Inmaculada Concepción, lamentaba que la
relativa celebración litúrgica, grata sobre todo a aquellos "en los que se
encontraba una pura sencillez y una devoción más humilde a Dios" (Tract.
de conc. B.M.V., 1-2), había sido olvidada o suprimida. Deseando promover la
restauración de la fiesta, el piadoso monje rechaza la objeción de san Agustín
contra el privilegio de la Inmaculada Concepción, fundada en la doctrina de la
transmisión del pecado original en la generación humana. Recurre oportunamente
a la imagen de la castaña "que es concebida, alimentada y formada bajo las
espinas, pero que a pesar de eso queda al resguardo de sus pinchazos"
(ib., 10). Incluso bajo las espinas de una generación que de por sí debería
transmitir el pecado original -argumenta Eadmero-, María permaneció libre de
toda mancha, por voluntad explícita de Dios que "lo pudo, evidentemente, y
lo quiso. Así pues, si lo quiso, lo hizo" (ib.).
A pesar de Eadmero, los grandes teólogos del siglo XIII
hicieron suyas las dificultades de san Agustín, argumentando así: la redención
obrada por Cristo no sería universal si la condición de pecado no fuese común a
todos los seres humanos. Y si María no hubiera contraído la culpa original, no
hubiera podido ser rescatada. En efecto, la redención consiste en librar a
quien se encuentra en estado de pecado.
Duns Escoto, siguiendo a algunos teólogos del siglo XII,
brindó la clave para superar estas objeciones contra la doctrina de la
Inmaculada Concepción de María. Sostuvo que Cristo, el mediador perfecto,
realizó precisamente en María el acto de mediación más excelso, preservándola
del pecado original.
De ese modo, introdujo en la teología el concepto de
redención preservadora, según la cual María fue redimida de modo aún más
admirable: no por liberación del pecado, sino por preservación del pecado.
La intuición del beato Juan Duns Escoto, llamado a
continuación el "doctor de la Inmaculada", obtuvo, ya desde el inicio
del siglo XIV, una buena acogida por parte de los teólogos, sobre todo
franciscanos. Después de que el Papa Sixto IV aprobara, en 1477, la misa de la
Concepción, esa doctrina fue cada vez más aceptada en las escuelas teológicas.
Ese providencial desarrollo de la liturgia y de la doctrina
preparó la definición del privilegio mariano por parte del Magisterio supremo.
Ésta tuvo lugar sólo después de muchos siglos, bajo el impulso de una intuición
de fe fundamental: la Madre de Cristo debía ser perfectamente santa desde el
origen de su vida.
La afirmación del excepcional privilegio concedido a
María pone claramente de manifiesto que la acción redentora de Cristo no sólo
libera, sino también preserva del pecado. Esa dimensión de preservación, que es
total en María, se halla presente en la intervención redentora a través de la
cual Cristo, liberando del pecado, da al hombre también la gracia y la fuerza
para vencer su influjo en su existencia.
De ese modo, el dogma de la Inmaculada Concepción de María no
ofusca, sino que más bien contribuye admirablemente a poner mejor de relieve
los efectos de la gracia redentora de Cristo en la naturaleza humana.
A María, primera redimida por Cristo, que tuvo el privilegio
de no quedar sometida ni siquiera por un instante al poder del mal y del
pecado, miran los cristianos como al modelo perfecto y a la imagen de la
santidad (cf. Lumen gentium, 65) que están llamados a alcanzar, con la ayuda de
la gracia del Señor, en su vida.
Fuente; S Juan Pablo II, Audiencia general. Miércoles 5 de junio de 1996.
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