Lo primero que
advertimos en el hombre de nuestro tiempo es su escasa interioridad, una
insuficiencia de vida interior que, paradójicamente, puede ir unida con un
marcado subjetivismo. Al decir interioridad, nos estamos refiriendo a aquel
fondo recóndito del alma que es el afectado cuando decimos que algo se nos ha
entrañado en el corazón, que algo nos ha impresionado, conmovido o sobrecogido,
como suele acontecer al tratarse
de algo que se
refiere a la admiración, el amor, la adoración, la emoción artística o el
asombro metafísico. Todas estas son vivencias que afectan nuestra interioridad.
En los momentos en que acontecen, tenemos la impresión de que vivimos
intensamente, en el sentido de profundidad, no de extensión. [1]
Pues bien,
como lo señala Sciacca, el hombre de hoy vive más "exteriormente" que
"interiormente".Recuerda todas sus citas, menos las que tiene consigo
mismo. Dominado por las vicisitudes de la vida, zarandeado en su vorágine, ha
perdido la capacidad de recogimiento y de concentración.
La meditación
y el silencio, que constituyen algo así como el marco de la vida interior, le
son totalmente extrañas. A lo largo del día se vuelca fuera de sí mismo, y a la
noche se encuentra vacío. "Nosotros vivimos fuera de nuestra interioridad:
no interiorizamos nuestra
vida práctica, exteriorizamos nuestra conciencia; no recuperamos el
mundo dentro de nosotros, nos perdemos y dispersamos a nosotros mismos en el
mundo. Reflejamos la superficie de las cosas en lugar de reflejar sobre
las cosas la profundidad de nuestro espíritu"[2].
No en vano escribió Thomas Merton que el hombre ha perdido "la capacidad
de estar a solas consigo".
Ya Pascal se
había referido a esta "huida de sí mismo". No se trata de algo
meramente fáctico, de un fenómeno pasajero. Tal tesitura ha llegado a
constituir un modo de ser, un estilo de vida, el de la "diversión",
palabra que proviene del latín di-vertere, orientarse hacia otro lado,
vertirse, derramarse hacia fuera. Se ha llegado a decir que nuestra cultural es,
en buena parte, una cultura de la evasión. Nunca como en la actualidad el
hombre ha dispuesto de medios tan numerosos y tan eficaces para descartar todo
lo que pueda poner en cuestión dicha actitud, todo lo que pueda perturbar el
goce de la evasión, todo lo que pueda poner sobre el tapete de su alma el
misterio de la existencia. En virtud de las ocupaciones que los acaparan, de
los entretenimientos, los espectáculos, el deporte, los viajes, nuestros
contemporáneos pueden vivir casi permanentemente "fuera de sí
mismos", y por tanto, al margen del transfondo de su existencia.
Esta
característica del hombre moderno tiene no poco que ver con aquella actitud
prometeica a que nos referimos anteriormente. El hombre prometeico gusta
volcarse hacia el exterior de sí propio, prefiere la acción transitiva a la
inmanente. Impulsado por su tendencia demiúrgica, está siempre abocado a hacer,
fabricar, crear. La máxima de Fausto, Am Anfang war die Tat, es ciertamente la que mejor conviene al
hombre moderno, desertor de la contemplación. Ya no es más "en el
principio era el verbo", sino "en el principio era la acción".
Marcel de
Corte ha observado en el hombre actual una clara tendencia a identificar su ser
con sus funciones, lo que trae consigo, juntamente con una desmesurada
actividad exterior, una lamentable pérdida de energía interior, una incapacidad
de vivir en sí mismo, de habitarse, de ahondar en la propia interioridad,
abocándose con la totalidad de su ser a las sucesivas y numerosas actividades
por las que entra en comunicación con el mundo exterior. El hombre se percibe
como un conglomerado de funciones: función biológica, función sexual, función
social, función política..., como si no tuviera una naturaleza humana, un ser
profundo, con arraigos esenciales en Dios y en los demás.
De la
superficie de su ser sólo emerge un yo periférico, identificado a tal o cual
función, vuelto siempre hacia el inmenso desierto del exterior. [3]
A esta "funcionalización" del
hombre se une el ritmo de su vida, cada vez más vertiginoso, así como la
velocidad de los movimientos y de los traslados en general. Todo ello le
dificulta acoger el mundo en el recinto de su interioridad. El viajero e antaño
podía entregarse a la contemplación' del paisaje, que sólo comienza a develar
sus secretos quien consiente en demorarse frente a él. La contemplación reposada,
serena y acogedora, que hace posible la comunión con el entorno, ha quedado exiliada
por lo que Ortega llamó "el culto a la pura velocidad". La celeridad
vertiginosa trivializa la capacidad de reflexión, al rebasar el ritmo vital que
las impresiones recibidas necesitan para entrañarse, para dar pábulo a una
maduración en la intimidad.
Pero dicho ritmo no se limita a los traslados
de un lugar a otro, sino que se extiende a todo lo que vernos, oímos y leemos.
El mismo escenario que se despliega cuando recorremos un país en tren o en
auto, y vemos pasar ante nosotros, en impresionante rapidez, la imagen
de un pueblo, de un cerro de un río, uno tras otro, sin solución de
continuidad, se reitera en la radio cuando la noticia de un desastre es
interrumpida súbitamente por avisos comerciales, antes de haber tenido siquiera
tiempo de penetrar en el corazón del oyente y de encontrar allí la resonancia
adecuada. Vemos, oímos, leemos..., con excesiva celeridad. Es cierto que hoy se
lee muy poco, o mejor, se lee, sí, pero casi exclusivamente revistas
sensacionalistas, que fomentan la curiosidad y van troquelando el tipo del
lector atropellado. Algo semejante sucede en el trabajo cotidiano. Nuestras
actividades se limitan a despachar va tomando el carácter de trámite expediente,
lo cual contribuye,
evidentemente, a una creciente desinteriorización.[4].
Lo que
predomina es el culto de la cantidad, de la extensión, la avidez de noticias,
de novedades, sobre todo de las últimas novedades. A este respecto ha escrito
Philipp Lersch: "El hombre moderno, montado en el engranaje de la
organización racionalizada de la vida, vive cuantitativamente, no cualitativamente;
mide los contenidos de sus vidas por masas y extensiones expresables en
números, no por profundidades en las que el hombre se siente tocado y que están
más allá de lo mensurable. Este culto de la cantidad acarrea forzosamente la
desinteriorización del hombre. En efecto, todo lo cuantitativo es algo externo;
la voluntad orientada hacía lo cuantitativo, que es en definitiva voluntad de
dominio, sigue un camino diametralmente opuesto al de la interioridad. En el
culto de la cantidad, el hombre se extravierte y derrama sobre
la amplitud
del mundo en vez de traer inmediatamente el mundo a lo hondo de su propia
interioridad"[5]
Padre Alfredo Saénz
[1] Cf. Philipp Lersch, El hombre en la actualidad, Credos,
Madrid 1967, p.46.
[2] Michele E Sciacca,
Fenomenología del hombre contemporáneo,
Asoc.
Dante Alighieri, Buenos Aires 1957, p.10.
[3] Cf. Encarnación
del hombre...pp.136-137.
[4] Gf. Michele E
Sciacca, Fenomenología del hombre Contemporáneo..., pp.47-49.
[5] El hombre en la actualidad..., p.54.
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