La necesidad del silencio. Por el Beato María Eugenio del Niño Jesús

Toda tarea que exija una aplicación seria de nuestras facultades supone el recogimiento y el silencio que la haga posible. El sabio tiene necesidad de silencio para preparar sus experiencias, para anotar en ellas con cuidado sus condiciones y sus resultados. El filósofo se recoge en la soledad para ordenar y profundizar en sus pensamientos.
El silencio que busca ávidamente el pensador para aplicar a la reflexión todas sus energías intelectuales, será aún más necesario al espiritual para aplicar toda su alma a la búsqueda de su objeto divino.
En el sermón de la montaña, Jesús nos ha hablado de la necesidad de la soledad para la oración:
«Cuando vayas a orar; entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre; que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 6.)
La oración contemplativa, propia de las regiones adonde hemos llegado, tiene exigencias muy particulares de silencio y de soledad. La Sabiduría divina no ilumina solamente la inteligencia en la contemplación, sino que obra en toda el alma. De este modo exige de esta última una orientación del ser, un recogimiento y un sosiego de lo que hay de más profundo en ella, para recibir la acción de sus rayos transformadores.
En una fórmula acuñada que no puede sino despertar ecos profundos en toda alma contemplativa, san Juan de la Cruz enunciado esta exigencia divina. Escribe:
«Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma».( Dichos de luz y amor 99)
«Dios ve en lo secreto», había dicho nuestro Señor( Mt 6, 6.)San Juan de la Cruz añade: Dios realiza sus operaciones divinas en el Silencio. El silencio es una ley de las más altas operaciones divinas: la generación eterna del Verbo y la producción de la gracia en el tiempo, que es una participación del Verbo.
Nos sorprende esta ley divina. ¡Va tan en contra de nuestra experiencia de las leyes naturales del mundo! Aquí, en la tierra, toda transformación profunda, todo cambio exterior produce cierta agitación y se hace en el bullicio. El río no podría alcanzar el océano, que es su meta, más que por el movimiento de sus aguas, que se dirigen a él rumorosas.
En la Santísima Trinidad, la generación del Verbo –esplendor del Padre, que se expande perfectamente en este luminoso y límpido espejo, que es el Hijo– y la procesión del Espíritu Santo –esa inspiración común del Padre y del Hijo en torrentes infinitos de amor, que constituyen la tercera persona– se realizan en el seno de la Trinidad en el silencio y en la paz de la inmutabilidad divina, en un eterno presente que no conoce sucesión. Ningún movimiento, ningún cambio, ningún ligero soplo indica al mundo y a los sentidos más agudos de las criaturas este ritmo de la vida trinitaria, cuyo poder y efectos son infinitos.
Ante esta inmovilidad y silencio eternos, que ocultan el secreto de la vida íntima de Dios, el salmista exclama: Tu, autem, idem ipse es: «Tú, Señor, eres siempre el mismo» (Sal 101, 28.), mientras el mundo cambia de apariencia sin cesar.
Habrá que esperar la visión cara a cara para entrar perfectamente en la paz de la inmutabilidad divina. Sin embargo, ya desde la tierra, la participación en la vida divina por la gracia nos somete a la ley del silencio divino. En este silencio, añade san Juan de la Cruz, el Verbo divino, que es la gracia en nosotros, se hace oír y hay que recibirle.
El bautismo opera una creación maravillosa en el alma del niño. Se le da una vida nueva, que le va a permitir realizar actos divinos de hijo de Dios. Hemos escuchado las palabras del sacerdote: «Yo te bautizo...», hemos visto correr el agua sobre la frente del niño; pero de la acción de la gracia, que exige nada menos que la acción personal y todopoderosa de Dios, no hemos percibido nada. Dios ha pronunciado su palabra en el alma en el silencio. (…)

Fuente: P. María Eugenio del Niño Jesús. Quiero ver a Dios. Madrid. Editorial Espiritualidad, 2002, 222-223.

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