La ceguera oculta los colores y las formas.
Obliga al tanteo, al paso vacilante, a la solicitud tantas veces acuciante de
algún prójimo.
La ceguera supo ser en tiempos de Jesús
ocasión de miseria, de aislamiento, de maldición, o imputación de pecados.
El ciego mendiga, bordea el templo, clama
piedad, abre su mano a la limosna, o grita.
Pero el ciego que nos presenta el evangelio
hoy es interceptado por Jesús. Jesús pone en él su mirada. Jesús se acerca.
Jesús le habla. Jesús embarra aquellos ojos sin luz. Jesús le da una orden.
Jesús manifiesta en él su poder. La
Gloria de Dios es. Brilla. Fulgura.
En las aguas de la piscina de Siloé, los ojos
ciegos que comienzan a ver hacen de signo. Dios está allí. Dios está aquí. Y
ninguna cerrazón se le cierra. Y ninguna barrera lo frena.
Lo que quiere lo hace. Ha legado el que sana y
salva. Cristo realiza un milagro que revela quien es. Porque al decir del
apóstol:
“Todo fue creado por él y para él”. Él es el
dueño de la luz. Él es la luz. Ninguna tiniebla se le opone. Ni las sombras de
la muerte resisten a su voz.
A Santa María Magdalena de Pazzi, en una
mística visión, se le revelaba un árbol que representaba toda la actividad del
universo hundiendo sus raíces en la bondad de Dios. Allí las hojas eran los
infinitos beneficios que nos son concedidos, y los frutos la grandeza de
nuestro Dios manifestada en esos beneficios.
Esa grandeza de Dios tan poco meditada…
Esa grandeza que supone el poder de Dios. Un
poder creador de todas las cosas visibles e invisibles, un poder conservador de
todo lo creado, un poder santificador de las almas redimidas.
Poder amoroso. Amor poderoso.
Poder que el ciego experimenta en su cuerpo y
en su alma, y que muchos testimonian, aunque algunos cierren el corazón.
Porque serán entonces los fariseos, los que se
hundirán a sí mismos en la verdadera ceguera, que es la ceguera espiritual
Mientras algunos creen en Jesús, otros lo rechazan.
Y el signo es el mismo. Un ciego de nacimiento ve.
Dios es el único que tiene libre acceso al
campo intelectual, afectivo u orgánico nuestro, y puede extender o restringir a
su voluntad su acción, multiplicando o suspendiendo fuerzas.
Y Cristo es la imagen del Dios invisible. Él
ha recibido todo poder en el cielo y en la tierra, y todo le está sometido.
Esta luz queremos aceptar.
¿No nos dijeron, acaso, en el bautismo: recibe
la luz de Cristo?
Porque buscar luces propias, falsas chispas
divinas en la naturaleza, llamas de conocimiento meramente humano para
salvarnos es permanecer en tinieblas.
El que ha dicho: Yo soy la Luz del mundo, reparte
amaneceres en el que cree. Luce su poder restaurador. Trae al alma el cielo, que
es nuestro verdadero futuro. Come con nosotros conservándose presencia que
alimenta. Ilumina sin fatigar. Se hospeda como amigo y confidente. Reina sin
ruido ni ostentación. Abre los ojos. Limpia la mirada. Cura. O renueva pidiendo
fe.
¿Crees en el Hijo del hombre?, le había
preguntado Jesús al ciego.
¿Y quién es, Señor, para que pueda creer en
él?
Es el que está hablando contigo, le contestó Jesús.
Entonces, aquel hombre, el que había perdido
la ceguera, y había nacido a los colores y a las formas, y ya estaba gozando del
inefable rostro del Señor, también, ahora amanecía a la fe.
Creo, contestó. Creo. Y lo dijo postrándose.
Porque la verdadera fe abaja ante la grandeza y el poder del Dios verdadero.
Amén.
Padre
Gustavo Seivane
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