Yo me
dedicaba sobre todo a amar a Dios. Y amándolo, comprendí que mi amor no podía
expresarse tan sólo en palabras, porque: «No todo el que me dice Señor, Señor
entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de Dios». Y
esta voluntad, Jesús la dio a conocer muchas veces, debería decir que casi en
cada página de su Evangelio. Pero en la última cena, cuando sabía que el
corazón de sus discípulos ardía con un amor más vivo hacia él, que acababa de
entregarse a ellos en el inefable misterio de la Eucaristía, aquel dulce
Salvador quiso darles un mandamiento nuevo. Y les dijo, con inefable ternura:
os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, que os améis unos a
otros igual que yo os he amado. La señal por la que conocerán todos que sois
discípulos míos, será que os amáis unos a otros.
¿Y cómo amó
Jesús a sus discípulos, y por qué los amó? No, no eran sus cualidades naturales
las que podían atraerle. Entre ellos y él la distancia era infinita. El era la
Ciencia, la Sabiduría eterna; ellos eran unos
pobres
pescadores, ignorantes y llenos de pensamientos terrenos. Sin embargo, Jesús
los llama sus amigos, sus hermanos. Quiere verles reinar con él en el reino de
su Padre, y, para abrirles las puertas de ese reino,
quiere morir
en una cruz, pues dijo: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por
sus amigos.
Fuente: Santa Teresa del Niño Jesús. Manúscritos Autobiográficos: Historia de un alma.
Comentarios
Publicar un comentario