La ley de Cristo sólo pueden vivirla los corazones mansos. Por Madeleine Delbrél

La ley de Cristo sólo pueden vivirla los corazones mansos y humildes. En el amor filial a Dios y fraternal a los hombres, la mansedumbre y la humildad son los rasgos del propio Jesucristo.
Sean cuales sean sus dotes personales, su lugar en la sociedad, sus funciones o sus bienes, su clase o su raza; sea cual sea el desarrollo del poder y de la ciencia humanos; sea cual sea el descubrimiento de la prodigiosa evolución de la humanidad y de su historia, los cristianos siguen siendo gente insignificante:
pequeños.
Pequeños ante Dios, por haber sido creados por él y depender de él. Sean cuales sean los caminos de su vida y sus bienes, Dios está en el origen y en el fin de toda realidad.
Mansos como niños débiles y amantes, cerca del Padre fuerte y amoroso.
Pequeños porque se saben delante de Dios; saben pocas cosas; son capaces de poco; son limitados en conocimientos y en amor.
No discuten la voluntad de Dios en los acontecimientos que les ocurren, ni lo que Cristo les ha mandado hacer para que en esos acontecimientos hagan la voluntad de Dios.
Mansos como actores confiados y activos en una obra cuya grandeza se les escapa, pero en la que conocen su cometido.
Pequeños ante los hombres. Pequeño, no un gran hombre, no importante: sin privilegios, sin derechos, sin posesiones, sin superioridad... Mansos por ser tiernamente respetuosos con lo que Dios ha hecho, que está herido y violentado por la violencia. Mansos porque ellos mismos son víctimas del mal y están contaminados por él.
Todos tienen vocación de perdonados, no de inocentes.
El cristiano está destinado al combate. No tiene privilegios, sino la misión de triunfar sobre el mal; no tiene derechos, sino el deber de luchar contra la desgracia, consecuencia del mal.
Para ello no posee más que un arma: su fe. Una fe que debe anunciar; una fe que transforma el mal en bien si él recibe el sufrimiento como una energía salvadora del mundo: si para él morir es dar la vida; si hace suyo cualquier dolor del prójimo.
[...] En el tiempo, por su palabra y por sus actos, por su sufrimiento y por su muerte, trabaja como Cristo, con Cristo y por Cristo.

Fuente; Madeleine Delbrel. La alegría de creer,Bilbao. Editorial Sal Terrae, 1997. pp 114-115.

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