La Trinidad en mi vida. Por M. Philipon O.P.

Nuestra vida espiritual no es otra cosa que una extensión de la vida de la Trinidad. Las misiones divinas transfieren a nuestras almas la presencia real del Verbo y del Espíritu Santo. ¿Cómo no habrá de venir a permanecer en nosotros el Padre con su Hijo y su Espíritu de Amor? la Trinidad misma nos invita a "vivir juntos" en la amistad. La Trinidad en nosotros y nosotros en la Trinidad, en una vida de unión que es reflejo de su eterna circuminsesión: he aquí el secreto de nuestro destino divino y por participación, de nuestra felicidad en la tierra.
¿Qué importa lo demás? ¿Qué me importan las riquezas de este mundo si llego a perder la Trinidad? Y si poseo la Trinidad, ¡qué me importan todos los tesoros del universo! Para mí, la Trinidad lo es todo. La Trinidad es mi vida, mi esperanza, mi única luz, "el Principio y el Fin" de todas las cosas en el Cielo, sobre la tierra y hasta en los infiernos. "El fruto sabroso de toda existencia humana es la visión de la Trinidad en la unidad", el término beatificante de las menores acciones, el bien supremo hacia el cual tiende el movimiento del universo. Todo lo que conduce a la Trinidad es deseable, lo que distancia de Ella, despreciable. Si sabemos que cada segundo que transcurre es un germen de eternidad, una semilla de Trinidad, no se ha de perder un solo segundo, cada instante ha de ser sumergido en Ella todo entero, en la luz pura de la fe, se lo ha de eternizar allí en Dios por el amor.
Dios no ha creado el universo de los espíritus y de los cuerpos, ni nos ha enviado a su Hijo, sino para hacer de nosotros hijos e hijas de la Trinidad, a imagen del Verbo en el brillo de un mismo Amor. Cristo es el "Camino", la Trinidad la meta. A través de la historia del mundo, la Trinidad conduce a la Trinidad. (...)

Fuente: M. Philipon. O.P. La Trinidad en mi vida. EdicIones DEI. 1987. P 13, 14.

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