El templo interior. Por Dom Esteban Chevevière

"Glorificad a Dios en vuestro cuerpo". (1 Co 6,20).
Nunca leerá el Eremita sin un alborozado estremecimiento las siguientes afirmaciones de San Pablo: "¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El templo de Dios es sagrado, y ese templo sois vosotros" (1 Co 3,16-17). "¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo que habita en vosotros y lo habéis recibido de Dios?... Glorificad, pues, a Dios en vuestros cuerpos" (ib. 6,19-20).
No busques a Dios ni en un lugar ni en el espacio. Cierra los ojos del cuerpo, ata tu imaginación y baja dentro de ti mismo: estás en el Santo de los Santos donde habita la Santísima Trinidad.
En el instante de tu Bautismo has quedado hecho templo de Dios: "Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". En el acto, "el amor de Dios fue derramado en tu corazón por el Espíritu Santo que te fue dado" (cf. Rm 5,5), y se realizó la promesa de Jesús: "Si alguien me ama —esto es, si tiene la caridad, si se halla en estado de gracia—, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra mansión" (Jn 14,23).
Sabes lo que significa esa presencia: algo totalmente distinto de la del Creador en su criatura. Por ella contraes una amistad divina que te introduce en la intimidad de la Trinidad. Huésped de tu alma. El Eremita ve en esa inhabitación de Dios la razón específica personal de su retirada al Desierto. Viene a vivir, con exclusión de toda otra ocupación, esa sublime verdad. Desde ese ángulo sobre todo, su vocación es escatológica: comienza en la tierra en las sombras de la fe y la luz del amor lo que hará en la eternidad, donde sólo habrá un templo: Dios mismo. ¿Acaso no está más él en Dios que Dios en él por su acceso gratuito al misterio tan secreto de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo?
El hombre es contemplativo por destinación y por estructura: "La vida eterna está en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17,3), mas con un conocimiento que participa del de Dios mismo, viéndolo cara a cara en el fervor del amor beatífico. Conocerlo es el objeto supremo de nuestra inteligencia. Amarlo es el todo de nuestra voluntad, ávida de bien. Nuestra condición terrestre interpone entre Dios y nosotros toda una gama de verdades parciales y de bienes fragmentarios que deberían ayudarnos a remontar el vuelo hasta su fuente, pero que con harta frecuencia nos apartan de ella en razón de la sobrestima que les damos.
¿No es extraño que el hombre, organizado para alcanzar su pleno desarrollo en la contemplación, que lo dilata a la medida de Dios, prefiera la acción, que lo repliega sobre sí mismo en su voluntad de vencer? Es más fácil actuar que hacer oración. En ésta la iniciativa pertenece a Dios, en aquélla a nosotros, y no nos gusta enajenar nuestra libertad aunque sea en provecho del Señor. Para la fe es una especie de enigma que la mayoría tengan aversión a la contemplación, que viene a ser para ellos como el lujo de los cristianos ociosos.
Esa incuria por la presencia de Dios en el alma es una afrenta y el pecado una suerte de sacrilegio: "Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él" (1 Co 3,16).
El Eremita lo ha dejado todo para afincarse en esa "Presencia". Cerradas todas las avenidas del lado de la tierra, se siente con ánimos de ser "conciudadano de los santos" (Ef 2,19). Su cualidad de cristiano y la vocación formal que lo llama a la soledad fundamentan su pretensión. Si comprende bien el sentido de su vocación, entonces todo él, cuerpo y alma, es un templo. La disciplina de sus sentidos y la "esclavitud de su carne" cobrarán un significado más profundo: no serán tan solo un esfuerzo laborioso por mantener el Señorío. El cuerpo, por su parte, es una piedra escogida que hay que labrar y pulir para la iglesia que se construye (Dedicación). Lejos de execrarlo, el Eremita lo rodea de respeto con miras al papel que le asigna la Liturgia. Ésta tiene para con el cuerpo un ritual minucioso que regula y ennoblece las actitudes y funciones de cada miembro en la participación que le brinda en la oración y el sacrificio.
Viénele su dignidad sobre todo del alma que lo anima, y que en gracia a su unión sustancial se lo asocia en el honor de ser morada del Altísimo. Esta teología del cuerpo rectamente entendida no autoriza ya más respecto del mismo el trato sórdido que le infligían los Eremitas primitivos. El Bautismo lo ha lavado en la lustración purificadora; el sacerdote lo ha signado con la Cruz, ungido con el Santo Crisma; la Comunión eucarística lo transforma en copón viviente. Después de la muerte, la Iglesia lo inciensa y lo lleva en triunfo. ¿No era el templo del Espíritu Santo?
Esmérate por que él también venga a ser lo que es. Gracias a él y al funcionamiento satisfactorio de sus órganos es como tu alma podrá gozar conscientemente de la presencia de Dios en ella. Guárdate de que una severidad indiscreta te incapacite para sostener un coloquio prolongado con el Huésped interior. Si María hubiera padecido jaqueca, la entrevista de Betania hubiera perdido su colorido.
No puedes, sin alegrarte, pensar en lo que pasa en el fondo de ti mismo... En el instante en que tomas alimento, recreo o sueño, el Padre, en tu alma, engendra a su divino Hijo. Su Palabra es de una actualidad incesante: "Yo, hoy, te he engendrado" (Sal 2,7).
Trata de percibir con la fe algo de esos intercambios de amor y alabanza entre las divinas Personas que son la vida de la Trinidad, su gloria que irradia en tu alma. El "Gloria Patri…" que jalona tu salmodia es sólo un eco, si bien el más fiel, de la alabanza que se tributan mutuamente "los TRES".
La gloria del Padre es su Hijo que refleja a la perfección todos sus atributos. Es su Palabra interior, su canto. Lo ensalza como la fuente de todos los bienes divinos, el "Principio".
La gloria del Hijo es el Padre que testifica, al engendrarlo perfecto como él, su trascendente hermosura.
La gloria del Espíritu Santo es el gozo mutuo del Padre y del Hijo, su beso sustancial.
Pídele una y otra vez que te haga menos insensible a ese grandioso himno al que se refieren todos los actos de religión, es decir, todos los actos de tu vida de Eremita, orientada a la glorificación de Dios.
Al repetir, en unión con la Trinidad, ese inefable "Gloria", comulgas con su beatitud. Tal es la suprema consolación del Desierto, la única que pueda legítimamente codiciar el Eremita. Por una gota de esa alegría los santos lo abandonaron todo. En tu retiro, esfuérzate por que tu corazón sintonice con el de Dios, y tu gozo se sitúe en lo que constituye la felicidad de cada una de las Personas divinas.
El gozo del Padre es su Hijo, su expresión perfecta es la palabra que lo engendra: "Filius meus es tu", "Tú eres mi Hijo" (Sal 2,7), es ese Verbo semejante en todo al Padre, imagen viva suya, hacia el que lo impele toda su ternura y que le devuelve amor por amor en igualdad perfecta.
La alegría del Hijo es su Padre, de quien recibe todo cuanto es en sí mismo, ese Padre que en un solo acto agota en favor suyo toda su fecundidad, al comunicarle la naturaleza divina con sus perfecciones: su felicidad consiste en estar "en el seno del Padre" (Jn 1,18) y en amarlo con ese matiz de infinita gratitud.
La alegría del Espíritu Santo es la alegría misma del Padre y del Hijo, fundiéndose en esta tercera Persona. Amor sustancial de las dos primeras Personas, es llamado el Corazón de Dios. Es un canto, una fiesta divina, es el eco sublime del Amor. Es en Dios el foco de la alegría y de la dicha.
No hay alegría humana que se pueda comparar con esa felicidad divina. El Eremita sabe que es un bien no ajeno a su vocación, ni menos una tesis que descifrar en los libros, un espectáculo lejano cuya inasequible esplendidez tornaría su Tebaida aún más antipática.
Es en ti, templo de la divinidad, donde palpita ese corazón de Dios, es en el centro de tu alma donde se explaya esa maravillosa vida trinitaria. Haz tuyo este dicho de un teólogo: "En este momento actual que se me va en naderías, Dios todo entero se ocupa (en mí) en dar nacimiento a su Hijo coeterno" (Régnon).
Eres hijo adoptivo y como tal habitas en el seno de la familia divina, presentado e introducido por Jesús: "Padre, quiero que los que me has dado estén también donde Yo esté" (Jn 17,24).
Y ¿dónde está Jesús? "En el seno del Padre". La fe y la caridad, participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y del amor que se da a sí mismo, te sumergen en la corriente vital de la circumincesión. ¿No es ése el sentido de la oración de Jesús: "Que ellos sean uno como nosotros somos uno, Yo en ellos y Tú en mí"? (cf. Jn 17,20).
En el Eremitorio ésa será tu vida interior: asociarte con toda la continuidad posible al canto de gloria y de amor de las Tres divinas Personas, en comunión con Jesús, el cual asume tus actos personales y los eleva, valorizados al infinito, hasta Dios. Según el atractivo del momento únete al Padre para celebrar la gloria del Hijo, al Hijo para exaltar la gloria del Padre, al Espíritu Santo para saborear la alegría de la Trinidad entera.
Todo ello sólo es posible vivirlo en la fe, en la desnudez del espíritu y el silencio. Ninguna criatura, ninguna imagen te servirá, toda vez que lo creado te revela la naturaleza de Dios, pero nada te dice de su vida. Es menester, para llegar ahí, desbordar las cosas terrenas y olvidarlas. El día que del fondo de tus entrañas ascienda un deseo verdadero que te arranque el ansia del salmista: "Como suspira la cierva por las aguas vivas, así te anhela a ti mi alma, ¡oh Dios!", sabrás que Dios llama a tu puerta y quiere cenar contigo (Ap 3,20). Es el Espíritu del Hijo, que Dios ha derramado en tu corazón, el que clama: "Abba, Padre", el que con gemidos inenarrables pide por ti "lo que corresponde a las miras de Dios" (Rm 8,26-27), es, a saber, tu perfecta unión con él.
Ese es el último "porqué", el último "cómo" del desasimiento del Eremita, por qué sigue a la letra el consejo del Señor, "se retira a su celda, cierra tras de sí la puerta y ora al Padre, que está ahí en lo secreto" (Mt 6,6). Lo hace materialmente, y más aún espiritualmente con el recogimiento intensivo de la celda interior que favorece el Eremitorio.
No pases ningún escrúpulo por no dedicar sino poco tiempo a las "devociones", por no sobrecargarte de intenciones particulares; la oración oficial de la Iglesia provee a todo, y el honor que rinde a los Santos en sus Oficios, la eficacia apostólica de sus súplicas, aventajan infinito tus homenajes e intercesiones privadas. La Epístola a los Hebreos dice que Jesús, en el cielo, "está siempre vivo para interceder por nosotros" (Hb 7,25). Lo hace sin requerimientos formulados, con la sola presencia de la marca gloriosa de las cicatrices de la Pasión, memorial de su amor y obediencia. Tu ser entero, por su consagración y el fervor de tu caridad, pide por sí solo que el nombre de Dios sea santificado, que su reino venga, que su voluntad se haga.
El Eremita puede, con pleno derecho, considerarse como agregado ya a la grandiosa liturgia de la Eternidad que nos describe el Apocalipsis. Tiene su puesto entre las "miríadas de miríadas", y los "millares de millares" de Ángeles y Santos reunidos en torno al solio de Dios, y dice con potente voz: "Al que está sentado en el Trono y al Cordero la bendición, el honor, la gloria y la dominación por los siglos de los siglos" (Ap 5,11-14).
Si la liturgia monástica que celebras está simplificada hasta el límite, si se te proporcionan largas horas de soledad y de santo ocio, es para permitir que tu alma, liberada de toda traba, anticipe, en cuanto sea posible, lo que será nuestra vida eterna. No por eso confíes en que ya no sabrás de la pesadez y el hastío de las oraciones desoladas. Toda la fiesta es para la fe y el amor. La alegría es la de Dios, no la tuya, en lo que podría tener de sensible.
Por miserable que seas, la adoración, en la cual tu egoísmo no puede tener la menor cabida, será siempre para ti una salida dichosa de tu "yo" obsesivo. La felicidad de Dios será tu felicidad: ése es el supremo desinterés de la caridad verdadera.
Que en el Templo de tu alma resuenen sin cesar las bellísimas aclamaciones del Gloria: "Gloria a Dios en lo más alto de los cielos. Te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos y te damos gracias por tu gloria inmensa..."
Puesto que en el Desierto ninguna voz se eleva fuera de la tuya, habrá al menos un sitio en la tierra donde Dios es adorado puramente...

Fuente; Dom Esteban Chevevière.  Escritos Cartujanos. Eremitorio. Espiritualidad del desierto.

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