Fuego vine a traer sobre la tierra, y ¿qué quiero sino que arda? (Lc.12,49)
Es el Divino Maestro quien nos manifiesta personalmente su deseo de que arda el fuego del amor. En efecto todas nuestras obras, todas nuestras acciones no son nada en su presencia. Somos incapaces de darle algo. No podemos ni satisfacer su único deseo de ennoblecer la dignidad de nuestra alma. Nada le agrada tanto como verla crecer espiritualmente. Pues bien; nada puede engrandecer tanto nuestra alma como llegar a identificarse, en cierto sentido, con Dios. Por esta causa, El le exige el tributo de su Amor, pues el amor tiene esta propiedad: iguala, en cuanto es posible, al amante con la persona amada.
El alma, en posesión de este amor, parece idéntica a Jesucristo porque su amor recíproco hace que todo sea común entre ellos. Os he llamado amigos porque os he dado a conocer todo lo que he escuchado a mi Padre. (Jn.15,15) Para conseguir este amor se necesita una entrega total del alma. Su voluntad debe estar dulcemente perdida en la voluntad divina para que sus tendencias y sus facultades sólo se muevan dentro de este amor y obren únicamente por él.
Todo lo hago con amor. Todo lo sufro con amor. En este sentido cantaba el Profeta David: Guardaré para tí mi fortaleza (Sal.58,10)
Es entonces cuando el amor llena al alma tan plenamente, la absorbe y la protege de tal modo, que ella descubre en todas las cosas el secreto de crecer en el amor. Hasta en sus relaciones sociales y en medio de las preocupaciones de la vida, ella puede exclamar con todo derecho: "Ya sólo en amar es mi ejercicio"
Beata Isabel de la Trinidad. en: El año del Señor Según los Santos del Carmelo. Burgos. Monte Carmelo.1997 pp 806-807
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