Leemos en la historia que, un
día, un santo sacerdote encontró a un cristiano que vivía en la constante aprehensión
de sucumbir a la tentación. “¿Por qué teme?, le preguntó el sacerdote.
Llorando, contestó que había razón para temblar, ya que en el cielo millones de
ángeles sucumbieron y, en el paraíso terrestre, Adán y Eva fueron vencidos. (…)
Mi amigo - le dijo el santo
sacerdote- debe saber que el demonio es como un gran perro atado, ladra y hace
mucho ruido pero sólo muerde al que se
aproxima demasiado. Tenga confianza en Dios, huya las ocasiones de pecado y no
sucumbirá. Si Eva no hubiera escuchado al demonio, si ella hubiera emprendido
la fuga desde el momento que él le hablaba de transgredir los mandamientos de
Dios, no hubiera sucumbido. Cuando sea tentado, rechace en seguida las
tentaciones y si puede haga devotamente la señal de la cruz. Piense en los
tormentos que enduran los reprobados por no haber resistido a la tentación,
eleve los ojos al cielo y verá la recompensa del que combate, llame a su buen
ángel a su socorro. Échese rápidamente en los brazos de la madre de Dios,
clamando por su protección. Así estará seguro de salir victorioso de sus
enemigos y los verá pronto cubiertos de confusión.
Si sucumben, mis hermanos, que eso no venga de
no querer tomar los medios que el buen Dios nos ofrece para combatir. Es
necesario estar bien convencidos que por nosotros mismos sólo podemos
perdernos. Pero, con una gran confianza en Dios, podemos todo.
Santo Cura de Ars. Sermón para el
2º Domingo después de Pascua.
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