En este domingo después de la
solemnidad de la Epifanía celebramos la fiesta del Bautismo del Señor, que
concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. Hoy fijamos la mirada en Jesús que,
a la edad de cerca de treinta años, se hizo bautizar por Juan en el río Jordán.
Se trataba de un bautismo de penitencia, que utilizaba el símbolo del agua para
expresar la purificación del corazón y de la vida. Juan, llamado el «Bautista»,
es decir, «el que bautiza», predicaba este bautismo a Israel para preparar la
inminente llegada del Mesías; y decía a todos que detrás de él vendría otro,
más grande que él, que no bautizaría con agua, sino con el Espíritu Santo
(cf. Mc 1, 7-8).
Y cuando Jesús fue bautizado en el Jordán el Espíritu Santo descendió y se posó sobre él con apariencia corporal de paloma, y Juan el Bautista reconoció que él era el Cristo, el «Cordero de Dios» que había venido para quitar el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Por eso, el bautismo en el Jordán es también una «epifanía», una manifestación de la identidad mesiánica del Señor y de su obra redentora, que culminará en otro «bautismo», el de su muerte y resurrección, por el que el mundo entero será purificado en el fuego de la misericordia divina (cf. Lc 12, 49-50).
S.S. Benedicto XVI. Ángelus, Domingo 8 de enero de 2006.