2
de febrero/ Fiesta de la Presentación del Señor
En
la fiesta de hoy contemplamos a Jesús nuestro Señor, a quien María y José
llevan al templo «para presentarlo al Señor» (Lc 2, 22). En esta escena
evangélica se revela el misterio del Hijo de la Virgen, el consagrado del
Padre, que vino al mundo para cumplir fielmente su voluntad (cf. Hb 10, 5-7).
Simeón lo señala como «luz para alumbrar a las naciones» (Lc 2, 32) y anuncia
con palabras proféticas su ofrenda suprema a Dios y su victoria final (cf. Lc
2, 32-35). Es el encuentro de los dos Testamentos, Antiguo y Nuevo. Jesús entra
en el antiguo templo, él que es el nuevo Templo de Dios: viene a visitar a su
pueblo, llevando a cumplimiento la obediencia a la Ley e inaugurando los
tiempos finales de la salvación.
Es
interesante observar de cerca esta entrada del niño Jesús en la solemnidad del
templo, en medio de un gran ir y venir de numerosas personas, ocupadas en sus
asuntos: los sacerdotes y los levitas con sus turnos de servicio, los numerosos
devotos y peregrinos, deseosos de encontrarse con el Dios santo de Israel. Pero
ninguno de ellos se entera de nada. Jesús es un niño como los demás, hijo
primogénito de dos padres muy sencillos. Incluso los sacerdotes son incapaces
de captar los signos de la nueva y particular presencia del Mesías y Salvador.
Sólo dos ancianos, Simeón y Ana, descubren la gran novedad. Guiados por el
Espíritu Santo, encuentran en ese Niño el cumplimiento de su larga espera y
vigilancia. Ambos contemplan la luz de Dios, que viene para iluminar el mundo,
y su mirada profética se abre al futuro, como anuncio del Mesías: «Lumen ad
revelationem gentium!» (Lc 2, 32). En la actitud profética de los dos ancianos
está toda la Antigua Alianza que expresa la alegría del encuentro con el
Redentor. A la vista del Niño, Simeón y Ana intuyen que precisamente él es el
Esperado.
S.S.
Benedicto XVI. Homilía 2 de febrero de 2011