Fiesta de la Transfiguración del Señor
El Señor puso de manifiesto su gloria ante los testigos que
había elegido, e hizo resplandecer de tal manera aquel cuerpo suyo, semejante
al de todos los hombres, que su rostro se volvió semejante a la claridad del
sol y sus vestiduras aparecieron blancas como la nieve.
En aquella transfiguración se trataba, sobre todo, de alejar
de los corazones de los discípulos el escándalo de la cruz, y evitar así que la
humillación de la pasión voluntaria conturbara la fe de aquellos a quienes se
había revelado la excelencia de la dignidad escondida.
Pero con no menor providencia se estaba fundamentando la
esperanza de la Iglesia santa, ya que el cuerpo de Cristo, en su totalidad,
podría comprender cuál habría de ser su transformación, y sus miembros podrían
contar con la promesa de su participación en aquel honor que brillaba de
antemano en la cabeza. A propósito de lo cual había dicho el mismo Señor, al
hablar de la majestad de su venida: Entonces los justos brillarán como
el sol en el reino de su Padre. Cosa que el mismo apóstol Pablo corroboró, diciendo:
Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se
nos descubrirá; y de nuevo: Habéis muerto, y vuestra vida está
con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces
también vosotros apareceréis, juntamente con él, en gloria.
Pero, en aquel milagro, hubo también otra lección para
confirmación y completo conocimiento de los apóstoles. Pues aparecieron, en
conversación con el Señor, Moisés y Elías, es decir, la ley y los profetas,
para que se cumpliera con toda verdad, en presencia de aquellos cinco hombres,
lo que está escrito: Toda palabra quede confirmada por boca de dos o
tres testigos.
¿Y pudo haber una palabra más firmemente establecida que
ésta, en cuyo anuncio resuena la trompeta de ambos Testamentos y concurren las
antiguas enseñanzas con la doctrina evangélica?
Fuente: San León Magno, Sermón
51 (3-4.8: PL 54, 310-311.313
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