Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal. Por S.S. Benedicto XVI

La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos presenta el tema de la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo, Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo. “Yo soy el Dios de tu padre —le dice la voz— el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob”; y añade: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza, sino a quien es pobre y humilde ante él.

En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos luctuosos: el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las sufre, afirma: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos, situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande.

Fuente: S.S. Benedicto XVI. Ángelus. III Domingo de Cuaresma, 7 de marzo de 2010.

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