Si se debilita en el alma el trato con María, se inicia un descamino. Por San Josemaría Escrivá de Balaguer
Si se debilita en el alma del
cristiano el trato con María, se inicia un descamino que fácilmente conduce a
la pérdida del amor de Dios. La Trinidad Santísima dispuso que el Verbo bajara
a la tierra, para redimirnos del pecado y restituirnos la condición sobrenatural
de los hijos de Dios; y para que viéramos a Dios en carne como la nuestra, para
que admirásemos la demostración palpable, tangible, de que todos hemos sido
llamados a ser partícipes de la naturaleza divina. Y este endiosamiento, que
la gracia nos confiere, es ahora consecuencia de que el Verbo ha asumido la
naturaleza humana, en las purísimas entrañas de Santa María.
Nuestra Señora, por tanto, no
puede desaparecer nunca del horizonte concreto, diario, del cristiano. No es
indiferente dejar de acudir a los santuarios que el amor de sus hijos le ha
levantado; no es indiferente pasar por delante de una imagen suya, sin
dirigirle un saludo cariñoso; no es indiferente que transcurra el tiempo, sin
que le cantemos esa amorosa serenata del Santo Rosario, canción de fe,
epitalamio del alma que encuentra a Jesús por María.
Ahora entendemos el sentido
profundo del Pilar. No es, ni ha sido nunca, ocasión para un sentimentalismo
estéril: establece una base firme en la que se asienta una norma de conducta cristiana,
real y sólida. En el Pilar, como en Fátima y en Lourdes, en Einsiedeln y en
Loreto, en la Villa de Guadalupe y en esos miles de lugares que la piedad
cristiana ha edificado y edifica para María, se educan en la fe los hijos de
Dios.
La historia del Pilar nos remonta
a los comienzos apostólicos, cuando se iniciaba la evangelización, el anuncio
de la Buena Nueva. Estamos todavía es esa época. Para la grandeza y la
eternidad de Nuestro Señor, dos mil años son nada. Santiago, Pablo, Juan y
Andrés y los demás apóstoles caminan junto a nosotros. En Roma se asienta
Pedro, con la vigilante obligación de confirmar a todos en la obediencia de la
fe. Cerrando los ojos, revivimos la escena que nos ha relatado, como en una
carta reciente, San Lucas: todos los discípulos, animados de un mismo espíritu,
perseveraban juntos en oración, con María, la madre de Jesús.
El Pilar es signo de fortaleza en
la fe, en el amor, en la esperanza. Con María, en el cenáculo, recibimos al
Espíritu Santo: de repente sobrevino del cielo un ruido como de viento
impetuoso que soplaba y llenó toda la casa donde se habían reunido. El
Paráclito no abandonará a su Iglesia. Nuestra Señora multiplicará en la tierra
el número de los cristianos, convencidos de que vale la pena entregar la vida
por Amor de Dios.
Fuente; Extracto de artículo de Josemaría Escrivá de Balaguer. En: Opusdei.org
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