Cuando era todavía pequeña y todavía no había hecho la
Primera comunión, estrechaba mi mamá al regreso de la Santísima Comunión, casi
en los umbrales de la casa, y empujando los pies para llegar hasta ella, le
decía: «¡a mí también el Señor!». Mamá se abajaba con afecto y soplaba sobre
mis labios; yo pronto la dejaba y, cruzando y apretando las manos sobre el
pecho, llena de alegría y de fe, repetía; brincando: «¡yo también tengo al Señor! ¡Yo
también tengo al Señor!»
Tenerte en el corazón, poseerte mi Dios: ¡he aquí la felicidad
suprema de mi alma en este exilio!No, no hay alegría mayor ni medio más saludable: yo
entendía ya que grande es la unión que pasa entre Jesús y el alma que lo ha
recibido, y me parece poder decir de ¡no haber, en toda mi vida, dejado una
sola vez la Comunión! Es desde este íntimo abrazo del alma con Jesús que surge aquella
grande sede y deseo de unión con Dios. ¡Verdaderamente, fruto máximo de la
Santísima Comunión bien hecha es la unión divina, Comunión, o sea, unión!(...)
Beata Cándida de la Eucaristía. Extracto del capítulo V: La Eucaristía como comunión con Dios. En: Coloquios Eucarísticos. Roma. Edizoni ocd,2012. p 115-116.
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