21 de mayo, memoria obligatoria de María, Madre de la Iglesia |
Así, pues, para gloria de la Virgen y consuelo nuestro, Nos proclamamos a María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, así de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título.
Se trata de un título, venerables
hermanos, que no es nuevo para la piedad de los cristianos; antes bien, con
este nombre de Madre, y con preferencia a cualquier otro, los fieles y la
Iglesia entera acostumbran a dirigirse a María. Ciertamente que ese título
pertenece a la esencia genuina de la devoción a María, encontrando su
justificación en la dignidad misma de la Madre del Verbo Encarnado.
La divina maternidad es, en
efecto, el fundamento de su especial relación con Cristo y de su presencia en
la economía de la salvación operada por Cristo, y también constituye el
fundamento principal de las relaciones de María con la Iglesia, por ser Madre
de Aquél que, desde el primer instante de la Encarnación en su seno virginal,
unió a Sí mismo, como a Cabeza, su Cuerpo Místico, que es la Iglesia. María,
pues, como Madre de Cristo, es Madre también de todos los fieles y de todos los
pastores, es decir, de toda la Iglesia.
Con ánimo, por lo tanto, lleno de
confianza y amor filial elevamos a Ella la mirada, no obstante nuestra
indignidad y flaqueza. Ella, que nos dio con Cristo la fuente de la gracia, no
dejará de socorrer a la Iglesia ahora, cuando, floreciendo en la abundancia de
los dones del Espíritu Santo, se consagra con nuevo y más empeñado entusiasmo a
su misión salvadora.
Nuestra confianza se aviva y
confirma, aún más, al considerar los vínculos estrechos que ligan al género
humano con nuestra Madre celestial. Aun en medio de la riqueza en maravillosas
prerrogativas con que Dios la ha honrado, para hacerla digna Madre del Verbo
Encarnado, está muy próxima a nosotros. Hija de Adán, como nosotros, y, por lo
tanto, Hermana nuestra con los lazos de la naturaleza, es, sin embargo, una
criatura preservada del pecado original en previsión de los méritos de Cristo,
y que a los privilegios obtenidos une la virtud personal de una fe total y
ejemplar, mereciendo el elogio evangélico: «Bienaventurada, porque has creído».
En su vida terrenal realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo, espejo
de todas las virtudes, y encarnó las bienaventuranzas evangélicas proclamadas
por Cristo. Por lo cual, toda la Iglesia, en su incomparable variedad de vida y
de obras, encuentra en Ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de
Cristo.
Fuente: S.S. Pablo VI. Extracto del Discurso al final de la sesión del Concilio Vaticano II en la que proclama a María Madre de la Iglesia.
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