Los corazones de todos los
hombres fueron acariciados a lo largo de los siglos por ese rayo de luz divina,
de la misma manera que lo había hecho con los corazones de nuestros primeros
padres. La luz divina, escondida a los ojos del mundo, iluminaba y acrisolaba
esos corazones, ablandaba su materia dura, enquistada y, a veces, deformada, y
les daba nueva forma, con mano segura de artista, según la imagen de Dios. De
esa manera, oculta a los ojos de los hombres, fueron y son formadas las piedras
vivas que constituyen la Iglesia primeramente invisible. De esa Iglesia
invisible brota, sin embargo, la Iglesia visible, que se manifiesta siempre de
nuevo con acontecimientos admirables y revelaciones divinas; con “epifanías”
siempre nuevas. La obra silenciosa del Espíritu Santo en lo más íntimo de sus
almas hizo de los patriarcas amigos de Dios. Pero cuando ellos alcanzaron a
plenitud necesaria para convertirse en sus instrumentos apropiados, los hizo
protagonistas de obras admirables y soportes de la evolución histórica, de
manera que pudo hacer nacer de ellos a su pueblo elegido. Así fue educado
también Moisés, primero en la intimidad, para ser nombrado luego conductor y
legislador de su pueblo.
No todos aquellos a quienes Dios
toma como sus instrumentos tienen que ser preparados de esa manera. Muchos
hombres pueden servir a Dios sin su conocimiento y hasta, incluso, en contra de
su propia voluntad. Eventualmente también, hombres que no pertenecen, ni
exterior ni interiormente, a la Iglesia. Estos son movidos como el martillo o
el cincel del artista, a las tijeras con que el viñador poda los sarmientos. En
aquellos que pertenecen a la Iglesia puede preceder también temporalmente la
pertenencia exterior o interior, y esto puede llegar a ser muy importante, por
ejemplo, cuando alguien es bautizado sin tener todavía conciencia de su fe,
pero que la alcanza a través de la vida exterior de la Iglesia.
El último fundamento sigue
siendo, sin embargo, la vida interior; la formación del hombre va desde dentro
hacia fuera. Cuanto más profundamente esté el alma unida a Dios, y cuanto más
desinteresadamente se haya entregado a su gracia, tanto más fuerte será su
influencia en la configuración de la Iglesia. Y viceversa, cuanto más
profundamente esté sumergida una época en la noche del pecado y en a lejanía de
Dios, tanto más necesita de almas que estén íntimamente unidas a El. Pero aún
en esas situaciones Dios no nos abandona. Desde la noche más oscura surgen las
grandes figuras de los profetas y los santos, aun cuando, en gran parte, la
corriente vivificante de la vida mística permanece invisible. No cabe ninguna
duda, sin embargo, de que los giros decisivos de la historia del mundo fueron
esencialmente influenciados por almas sobre las cuales poco o nada dicen los
libros de historia. Y cuáles sean las almas, a las que hemos de agradecer las
transformaciones decisivas de nuestra vida personal, es algo que sólo habremos
de experimentar el día en que todo lo oculto sea revelado.
Es posible hablar de una “Iglesia
invisible”, porque las almas escondidas no viven aisladas, sino en un contexto
viviente y dentro del gran orden del plan divino. Su efectividad y su íntima
unión puede que permanezca oculta para ellos mismos y para los otros a lo largo
de toda su vida terrenal. Sin embargo, es también posible que algo de ese orden
salga a la luz y se haga visible. Ese es el caso de las personas y los
acontecimientos que enmarcan el misterio de la Encarnación. María y José,
Zacarías e Isabel, los pastores y los Magos, Simeón y Ana, todos ellos habían
vivido en la intimidad de Dios y estaban preparados para la tarea especial que
les habría de ser encomendada, antes aún de haber experimentado el admirable
encuentro con el Señor y antes de poder entender el camino de su vida como un
camino hacia ese punto culminante. En todos los himnos que la tradición nos ha
legado se expresa su admiración ante las maravillas de Dios.
Por otra parte, encontramos en
los hombres que se reunieron en torno al pesebre una imagen clara de la Iglesia
y de su desarrollo. Los representantes de la antigua dinastía real, a la cual
le había sido prometido el Salvador del mundo, y los representantes del pueblo
fiel constituyen el lazo de unión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Los
Magos de Oriente representan a los gentiles, a quienes desde Judá les sería
dada también la salvación. Así tenemos entonces una Iglesia constituida por
judíos y gentiles. Los Magos llegaron también al pesebre como representantes de
aquellos que en todos los países y pueblos buscan la salvación. La gracia los
había conducido hasta el pesebre de Belén, antes de que pertenecieran a la
Iglesia visible. En ellos vivía un deseo puro de alcanzar la Verdad, que no se
deja contener en las fronteras de las doctrinas y tradiciones particulares.
Dios es la verdad y El quiere manifestarse a todos aquellos que le buscan con
sincero corazón; por eso, tarde o temprano tenía que aparecerse la estrella a
esos “sabios”, para conducirlos por el camino de la Verdad. Por eso se
presentan ante la Verdad encarnada y, postrados ante ella, depositan sus
coronas a sus pies, pues todos los tesoros del mundo no son sino polvo en
comparación con ella.
Los Magos tienen también para
nosotros un significado especial. Aún perteneciendo ya a la Iglesia visible,
percibimos muchas veces la necesidad interior de superar los límites de las
concepciones y costumbres heredadas. Nosotros conocíamos ya a Dios, sin embargo
sentíamos que El quería ser buscado y encontrado de una manera nueva. Por eso
buscamos una estrella que nos indique el camino recto. Esa estrella se nos
manifestó en la gracia de nuestra vocación. Nosotros la hemos seguido y al
final del camino encontramos al Niño divino. El extendió sus manos para recibir
nuestros dones y esperaba de nosotros el oro de un corazón liberado de los
bienes terrenos, la mirra de la renuncia a la felicidad de este mundo, para
recibir a cambio parte de la vida y de los sufrimientos de Cristo, y,
finalmente, el incienso de una voluntad con altas aspiraciones, que se entrega
totalmente para someterse a la voluntad divina. A cambio de esos dones el Niño
divino nos entrega su propia vida.
Fuente; Edith Stein. Vida escondida y Epifanía; Obras completas. Monte Carmelo. Burgos, 1998.
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