|
16 de noviembre, memoria de Santa Gertrudis |
Que mi alma te bendiga, Dios y Señor, mi creador, que mi
alma te bendiga y, de lo más íntimo de mi ser, te alabe por tus misericordias,
con las que inmerecidamente me ha colmado tu bondad.
Te doy gracias, con todo mi corazón, por tu inmensa
misericordia y alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad, la cual puse a
prueba durante los años de mi infancia y niñez, de mi adolescencia y juventud,
hasta la edad de casi veintiséis años, ya que pasé todo este tiempo ofuscada y
demente, pensando, hablando y obrando, siempre que podía, según me venía en
gana –ahora me doy cuenta e ello–, sin ningún remordimiento de conciencia, sin
tenerte en cuenta a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación
del mal y atracción hacia el bien, o por las advertencias de los que me
rodeaban, como si fuera una pagana entre paganos, como si nunca hubiera
comprendido que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello a pesar
de que desde mi infancia, concretamente desde la edad de cinco años, me
elegiste para entrar a formar parte de tus íntimos en la vida religiosa.
Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo,
todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja
en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la
infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la
adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la
cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te
ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y
perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el
momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo
hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su
humanidad vencedora.
Llena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de
mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de
todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste
sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es
decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus
beneficios. Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don
inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la
divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias.
Mas aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a
los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que,
aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi
corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza.
Fuente: Oficio de lectura 16 de noviembre. Tuviste sobre mí designios de paz y no de aflicción. Del libro de las Insinuaciones de la divina piedad, de santa
Gertrudis, virgen.
Comentarios
Publicar un comentario