8 de noviembre, memoria del Beato Duns Scoto |
Queridos hermanos y hermanas:
Esta mañana, después de algunas
catequesis sobre varios grandes teólogos, deseo presentaros otra figura
importante en la historia de la teología: se trata del beato Juan Duns Scoto,
que vivió a finales del siglo XIII. Una antigua inscripción en su sepultura
resume las coordenadas geográficas de su biografía: «Inglaterra lo acogió;
Francia lo educó; Colonia, en Alemania, conserva sus restos mortales; en
Escocia nació». No podemos olvidar estas informaciones, entre otras cosas
porque poseemos muy pocas noticias sobre la vida de Duns Scoto. Nació
probablemente en 1266 en un pueblo, que se llamaba precisamente Duns, cerca de
Edimburgo. Atraído por el carisma de san Francisco de Asís, ingresó en la
familia de los Frailes Menores y en 1291 fue ordenado sacerdote. Dotado de una
inteligencia brillante e inclinada a la especulación —la inteligencia que le
mereció de la tradición el título de Doctor subtilis, «doctor sutil»— Duns
Scoto fue orientado hacia los estudios de filosofía y de teología en las célebres
universidades de Oxford y de París. Una vez concluida con éxito su formación,
emprendió la enseñanza de la teología en las universidades de Oxford y de
Cambridge, y más tarde en París, iniciando a comentar, como todos los maestros
del tiempo, las Sentencias de Pedro Lombardo. Las obras principales de Duns
Scoto representan el fruto maduro de estas lecciones, y toman el título de los
lugares en los que enseñó: Ordinatio (llamada en el pasado Opus Oxoniense -
Oxford, Reportatio Cantabrigensis (Cambridge), Reportata Parisiensia (París). A
éstas se han de añadir, al menos, las Quodlibeta (o Quaestiones quodlibetales),
una obra muy importante constituida por 21 cuestiones sobre diversos temas
teológicos. De París se alejó cuando, al estallar un grave conflicto entre el
rey Felipe IV el Hermoso y el Papa Bonifacio VIII, Duns Scoto prefirió el
exilio voluntario a tener que firmar un documento hostil al Sumo Pontífice,
como el rey había impuesto a todos los religiosos. Así —por amor a la Sede de
Pedro—, junto a los frailes franciscanos, abandonó el país.
Queridos hermanos y hermanas,
este hecho nos invita a recordar cuántas veces en la historia de la Iglesia los
creyentes han encontrado hostilidades y sufrido incluso persecuciones a causa
de su fidelidad y de su devoción a Cristo, a la Iglesia y al Papa. Todos
nosotros miramos con admiración a estos cristianos, que nos enseñan a custodiar
como un bien precioso la fe en Cristo y la comunión con el Sucesor de Pedro y,
así, con la Iglesia universal.
Sin embargo, las relaciones entre
el rey de Francia y el sucesor de Bonifacio VIII pronto volvieron a ser
cordiales, y en 1305 Duns Scoto pudo regresar a París para enseñar allí
teología con el título de Magister regens, que hoy equivaldría a catedrático.
Sucesivamente, sus superiores lo enviaron a Colonia como profesor del Estudio
teológico franciscano, pero murió el 8 de noviembre de 1308, con sólo 43 años,
dejando, de todas formas, un número relevante de obras.
Con motivo de la fama de santidad
de la que gozaba, en la Orden franciscana muy pronto se difundió su culto y el
venerable Papa Juan Pablo II quiso confirmarlo solemnemente beato el 20 de
marzo de 1993, definiéndolo «cantor del Verbo encarnado y defensor de la
Inmaculada Concepción». En esta expresión se sintetiza la gran contribución que
Duns Scoto dio a la historia de la teología.
Ante todo, meditó sobre el
misterio de la encarnación y, a diferencia de muchos pensadores cristianos del
tiempo, sostuvo que el Hijo de Dios se habría hecho hombre aunque la humanidad
no hubiese pecado. Afirma en la «Reportata Parisiensia»: «¡Pensar que Dios habría renunciado a esa
obra si Adán no hubiera pecado sería completamente irrazonable! Por tanto, digo
que la caída no fue la causa de la predestinación de Cristo, y que —aunque
nadie hubiese caído, ni el ángel ni el hombre— en esta hipótesis Cristo habría
estado de todos modos predestinado de la misma manera» (en III Sent., d. 7, 4).
Este pensamiento, quizá algo sorprendente, nace porque para Duns Scoto la
encarnación del Hijo de Dios, proyectada desde la eternidad por Dios Padre en
su designio de amor, es el cumplimiento de la creación, y hace posible a toda
criatura, en Cristo y por medio de él, ser colmada de gracia, y alabar y dar
gloria a Dios en la eternidad. Duns Scoto, aun consciente de que, en realidad,
a causa del pecado original, Cristo nos redimió con su pasión, muerte y
resurrección, confirma que la encarnación es la obra mayor y más bella de toda
la historia de la salvación, y que no está condicionada por ningún hecho
contingente, sino que es la idea original de Dios de unir finalmente toda la
creación consigo mismo en la persona y en la carne del Hijo.
Fiel discípulo de san Francisco,
a Duns Scoto le gustaba contemplar y predicar el misterio de la pasión
salvífica de Cristo, expresión de la voluntad de amor, del amor inmenso de
Dios, el cual comunica con grandísima generosidad fuera de sí los rayos de su bondad y de su amor (cf. Tractatus de
primo principio, c. 4). Y este amor no se revela sólo en el Calvario, sino también
en la santísima Eucaristía, de la que Duns Scoto era devotísimo y contemplaba
como el sacramento de la presencia real de Jesús y de la unidad y la comunión
que impulsa a amarnos los unos a los otros y a amar a Dios como el Sumo Bien
común (cf. Reportata Parisiensia, en IV Sent., d. 8, q. 1, n. 3). «Y del mismo
modo que este amor, esta caridad – escribí en la Carta con ocasión del Congreso
Internacional en Colonia por al VII Centenario de la muerte del beato Duns
Scoto, citando el pensamiento de nuestro autor – fue el inicio de todo, así
también sólo en el amor y en la caridad estará nuestra felicidad: “El querer, o la voluntad amorosa, es
simplemente la vida eterna, feliz y perfecta”». (L'Osservatore Romano, edición
en lengua española, 2 de enero de 2010, p. 5).
Queridos hermanos y hermanas,
esta visión teológica, fuertemente «cristocéntrica», nos abre a la
contemplación, al estupor y a la gratitud: Cristo es el centro de la historia y
del cosmos, es quien que da sentido, dignidad y valor a nuestra vida. Como el Papa
Pablo VI en Manila, también hoy quiero gritar al mundo: «[Cristo] es el que
manifiesta al Dios invisible, es el primogénito de toda criatura, es el
fundamento de todas las cosas; él es el Maestro de la humanidad, es el
Redentor; él nació, murió y resucitó por nosotros; él es el centro de la
historia y del mundo; él es aquel que nos conoce y nos ama; él es el compañero
y el amigo de nuestra vida... Yo no acabaría nunca de hablar de él» (Homilía,
29 de noviembre de 1970: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 13
de diciembre de 1970, p. 2).
No sólo el papel de Cristo en la
historia de la salvación, sino también el de María es objeto de la reflexión
del Doctor subtilis. En los tiempos de Duns Scoto la mayoría de los teólogos
oponía una objeción, que parecía insuperable, a la doctrina según la cual María
santísima estuvo exenta del pecado original desde el primer instante de su
concepción: de hecho la universalidad de la redención que realiza Cristo, a
primera vista, podía parecer comprometida por una afirmación semejante, como si
María no hubiera necesitado a Cristo y su redención. Por esto, los teólogos se
oponían a esta tesis. Duns Scoto, para que se comprendiera esta preservación
del pecado original, desarrolló un argumento que más tarde adoptará también el
beato Papa Pío IX en 1854, cuando definió solemnemente el dogma de la
Inmaculada Concepción de María. Y este argumento es el de la «redención
preventiva», según el cual la Inmaculada Concepción representa la obra maestra
de la redención realizada por Cristo, porque precisamente el poder de su amor y
de su mediación obtuvo que la Madre fuera preservada del pecado original. Por
tanto, María es totalmente redimida por Cristo, pero ya antes de la concepción.
Los franciscanos, sus hermanos, acogieron y difundieron con entusiasmo esta
doctrina, y otros teólogos —a menudo con juramento solemne— se comprometieron a
defenderla y a perfeccionarla.
Al respecto, quiero poner de
relieve un dato que me parece importante. Teólogos de valía, como Duns Scoto acerca
de la doctrina sobre la Inmaculada Concepción, han enriquecido con su
específica contribución de pensamiento lo que el pueblo de Dios ya creía
espontáneamente sobre la Virgen santísima, y manifestaba en los actos de
piedad, en las expresiones del arte y, en general, en la vida cristiana. Así,
la fe, tanto en la Inmaculada Concepción como en la Asunción corporal de la
Virgen, ya estaba presente en el pueblo de Dios, mientras que la teología
todavía no había encontrado la clave para interpretarla en la totalidad de la
doctrina de la fe. Por tanto, el pueblo de Dios precede a los teólogos y todo
esto gracias a ese sobrenatural sensus fidei, es decir, a la capacidad infusa
del Espíritu Santo, que habilita para abrazar la realidad de la fe, con la
humildad del corazón y de la mente. En este sentido, el pueblo de Dios es
«magisterio que precede», y que después la teología debe profundizar y acoger
intelectualmente. ¡Ojalá los teólogos escuchen siempre esta fuente de la fe y
conserven la humildad y la sencillez de los pequeños! Lo recordé hace algunos
meses diciendo: «Hay grandes doctos, grandes especialistas, grandes teólogos,
maestros de la fe, que nos han enseñado muchas cosas. Han penetrado en los
detalles de la Sagrada Escritura... pero no han podido ver el misterio mismo,
el núcleo verdadero... Lo esencial ha quedado oculto... En cambio, también en
nuestro tiempo están los pequeños que han conocido ese misterio. Pensemos en
santa Bernardita Soubirous; en santa Teresa de Lisieux, con su nueva lectura de
la Biblia “no científica”», pero que entra en el corazón de la Sagrada
Escritura» (Homilía en la santa misa con los miembros de la Comisión teológica
internacional, 1 de diciembre de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua
española, 4 de diciembre de 2009, p. 10).
Por último, Duns Scoto desarrolló
un punto sobre el cual la modernidad es muy sensible. Se trata del tema de la
libertad y de su relación con la voluntad y con el intelecto. Nuestro autor
subraya la libertad como cualidad fundamental de la voluntad, comenzando un
planteamiento che valora mayormente la voluntad. En autores posteriores, por
desgracia, esta línea de pensamiento se desarrolló en un voluntarismo, en
contraste con el llamado intelectualismo agustiniano y tomista. Para santo
Tomás de Aquino, que sigue a san Agustín, la libertad no puede considerarse una
cualidad innata de la voluntad, sino el fruto de la colaboración de la voluntad
y del intelecto. En efecto, una idea de la libertad innata y absoluta - tal
como se desarrolló precisamente después de Duns Scoto - situada en la voluntad que precede al
intelecto, tanto en Dios como en el hombre, corre el riesgo de llevar a la idea
de un Dios que tampoco estaría vinculado a la verdad y al bien. El deseo de
salvar la absoluta trascendencia y diversidad de Dios con una acentuación tan
radical e impenetrable de su voluntad no tiene en cuenta que el Dios que se ha
revelado en Cristo es el Dios «logos», que ha actuado y actúa lleno de amor por
nosotros. Ciertamente, el amor rebasa el conocimiento y es capaz de percibir
más que el simple pensamiento, pero es siempre el amor del Dios «logos» (cf.
Benedicto XVI, Discurso en la universidad de Ratisbona: L'Osservatore Romano,
edición en lengua española, 22 de septiembre de 2006, p. 12). También en el hombre
la idea de libertad absoluta, situada en la voluntad, olvidando el nexo con la
verdad, ignora que la misma libertad debe ser liberada de los límites que le
vienen del pecado. En todo caso, la visión de Scoto no cae en estos
extremismos: para él, un acto libre resulta del concurso de la inteligencia y
de la voluntad; y si é habla de un “primado” de la voluntad, lo justifica
precisamente porque la voluntad sigue siempre al intelecto.
El año pasado, hablando a los
seminaristas romanos, recordaba que «en todas las épocas, desde los comienzos,
pero de modo especial en la época moderna, la libertad ha sido el gran sueño de
la humanidad» (Discurso al Pontificio Seminario romano mayor, 20 de febrero de
2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 27 de febrero de 2009,
p. 9). Pero precisamente la historia moderna, además de nuestra experiencia
cotidiana, nos enseña que la libertad es auténtica, y ayuda a la construcción
de una civilización verdaderamente humana, sólo cuando está reconciliada con la
verdad. Separada de la verdad, la libertad se convierte trágicamente en
principio de destrucción de la armonía interior de la persona humana, fuente de
prevaricación de los más fuertes y de los violentos, y causa de sufrimientos y
de lutos. La libertad, como todas las facultades de las que el hombre está
dotado, crece y se perfecciona —afirma Duns Scoto— cuando el hombre se abre a
Dios, valorizando la disposición a la escucha de la voz divina: cuando
escuchamos la revelación divina la Palabra de Dios, para acogerla, nos alcanza
un mensaje que llena de luz y de esperanza nuestra vida y somos verdaderamente
libres.
Queridos hermanos y hermanas, el
beato Duns Scoto nos enseña que lo esencial en nuestra vida es creer que Dios
está cerca de nosotros y nos ama en Jesucristo y, por tanto, cultivar un
profundo amor a él y a su Iglesia. De este amor nosotros somos testigos en esta
tierra. Que María santísima nos ayude a recibir este infinito amor de Dios del
que gozaremos plenamente, por la eternidad, en el cielo, cuando finalmente
nuestra alma se unirá para siempre a Dios, en la comunión de los santos.Fuente: S.S. Benedicto XVI, AUDIENCIA GENERAL 7 DE JULIO 2010.
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