Pero, "¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos,
nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?". Con esta pregunta
comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es
una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta
que el Santo da: "Nuestros santos
―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi
parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes
deseos" (Discurso 2: Opera Omnia
Cisterc. 5, 364 ss).
Este es el significado de la solemnidad de hoy: al
contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran
deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la
gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios,
vivir en su familia.
Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor
por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a
nuestra atención.
Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A
esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa: para ser santos no es preciso realizar
acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene
la respuesta positiva: es necesario,
ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades.
"Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté,
allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará"
(Jn 12, 26).
Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de
trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien
quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se
pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia
demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa
siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.
Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres
que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y
sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su
entrega, "han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y
han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7,
14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su
morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un
estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de
Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre
es vivir lejos de él.
La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a
todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces
santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre
para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por
consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus
hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar
indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre
celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó
totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.
Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos
a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que
somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también
nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí
mismo, "perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices.
Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el
anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta
basílica. Dice Jesús:
"Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los
mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros
de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la
justicia" (cf. Mt 5, 3-10).
En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él,
Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso,
el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón,
el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.
Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de
Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de
pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la
verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino
que lleva a ella.
En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos,
cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su
bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa
por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda,
podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5,
48).
Fuente: Misa en la Solemnidad
de todos los santos. Extracto de la homilía de SS. Benedicto XVI.Basílica de San Pedro Miércoles
1 de noviembre de 2006.
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