¡Oh hombre, lleno de miseria y debilidad!, sal un momento de
tus ocupaciones habituales; ensimísmate un instante en ti mismo, lejos
del tumulto de tus pensamientos; arroja lejos de ti las preocupaciones
agobiadoras, aparta de ti tus trabajosas inquietudes. Busca, a Dios un
momento, sí, descansa siquiera un momento en su seno. Entra en el
santuario de tu alma, apártate de todo, excepto de Dios y lo que puede
ayudarte a alcanzarle; búscale en el silencio de tu soledad. ¡Oh corazón
mío! , di con todas tus fuerzas, di a Dios: Busco tu rostro, busco tu
rostro, ¡oh Señor!
Y ahora, ¡oh Señor, Dios mío! , enseña a mi corazón dónde y
cómo te encontrará, dónde y cómo tiene que buscarte. Si no estás en
mí, ¡oh Señor! , si estás ausente, ¿dónde te encontraré? Desde luego
habitas una luz inaccesible. Pero ¿dónde se halla esa luz inaccesible?
¿Cómo me aproximaré a ella? ¿Quién me guiará, quién me introducirá
en esa morada de luz? ¿Quién hará que allí te contemple? ¿Por qué
signos, bajo qué forma te buscaré? Nunca te he visto, Señor Dios mío;
no conozco tu rostro. ¿Qué hará, Señor omnipotente, este tu desterrado
tan lejos de ti? ¿Qué hará tu servidor, atormentado con el amor de tus
perfecciones y arrojado lejos de tu presencia? Fatígase intentando
verte, y tu rostro está muy lejos de él. Desea acercarse a ti, y tu morada
es inaccesible. Arde en el deseo de encontrarte, e ignora dónde vives.
No suspira más que por ti, y jamás ha visto tu rostro. Señor, tú eres mi
Dios, tú eres mi maestro, y nunca te he visto. Tú me has creado y
rescatado, tú me has concedido todos los bienes que poseo, y aún no te
conozco. Finalmente, he sido creado para verte, y todavía no he
alcanzado este fin de mi nacimiento.
Fuente: San Anselmo. Proslogion, cap 1.
Comentarios
Publicar un comentario