Acerca de la oración. Por San Vicente de Paul

27 de septiembre, fiesta de San Vicente Paul
Fijaos en la diferencia que hay entre la luz del fuego y la del sol: durante la noche nos ilumina nuestro fuego, y con su esplendor vemos las cosas, pero muy imperfectamente, sin descubrir más que su superficie, porque este resplandor no da más de sí. Pero el sol lo llena y vivifica todo con su luz; no sólo descubre el exterior de las cosas, sino que con su virtud secreta penetra dentro de ellas, las hace obrar y que sean fructuosas y fértiles, según la cualidad de su naturaleza. Pues bien, los pensamientos y las consideraciones que vienen de nuestro entendimiento no son más que unos fuegos muy pequeños, que sólo muestran un poco por fuera el exterior de los objetos, sin producir nada; pero las luces de la gracia, que el Sol de justicia derrama en nuestra alma, descubren y penetran hasta el fondo más íntimo de nuestro corazón, excitándolo y haciéndole producir frutos maravillosos. Por tanto, hemos de pedir a Dios que sea él mismo quien nos ilumine y nos inspire lo que le agrada. Todas esas consideraciones altas y rebuscadas no son oración; son más bien con frecuencia brotes de la soberbia. Ocurre con los que se detienen y complacen en ellas lo mismo que con el predicador que se pavonease con sus hermosos discursos y pusiera toda su complacencia en ver a los oyentes satisfechos de lo que les dice; es evidente que no sería el Espíritu Santo, sino el espíritu de soberbia, el que iluminaría su entendimiento y le haría producir todas esas hermosas ideas; o, mejor dicho, sería el demonio quien le inspiraría y le haría hablar de ese modo. Lo mismo pasa en la oración, cuando se buscan hermosas consideraciones y se entretiene uno en pensamientos extraordinarios, sobre todo para manifestarlos luego a los demás en la repetición de la oración, para que los demás le aprecien. Eso sería una especie de blasfemia, sería en cierto modo una idolatría del propio espíritu, ya que, tratando con Dios en la oración, se estaría meditando en lo que puede halagar a la soberbia, y se utiliza ese tiempo sagrado para buscar la satisfacción y complacerse en esa vana estima de los propios pensamientos, sacrificando a ese ídolo de la vanidad. ¡Ay, hermanos míos! Guardémonos mucho de esas locuras; reconozcamos que estamos todos llenos de miserias; no busquemos más que lo que nos pueda humillar y llevarnos a la práctica sólida de las virtudes; anonadémonos siempre en la oración y en las repeticiones de la oración expongamos humildemente nuestros pensamientos; si a veces se presentan algunos que nos parecen hermosos, desconfiemos mucho de nosotros mismos y tengamos miedo de que los produzca el espíritu de soberbia o que los inspire el diablo. Por eso hemos de humillarnos siempre profundamente cuando nos vengan esos hermosos pensamientos, bien sea en la oración, bien predicando, bien en la conversación con los demás. El Hijo de Dios podía arrebatar a todos los hombres con su divina elocuencia, pero no quiso hacerlo; al contrario, para enseñar las verdades de su evangelio se sirvió siempre de expresiones comunes y familiares; siempre quiso ser más bien humillado y menospreciado que alabado o estimado. Veamos, pues, hermanos míos, cómo hemos de imitarlo; para ello reprimamos esos pensamientos de soberbia en la oración y en las demás ocasiones, sigamos en todo las huellas de la humildad de Jesucristo, usemos palabras sencillas, comunes y familiares, y cuando Dios lo permita, quedemos contentos de que no se tenga en cuenta lo que decimos, que nos desprecien, que se burlen de nosotros, teniendo la certeza de que, sin una verdadera y sincera humildad, nos es imposible obtener ningún provecho ni para nosotros ni para los demás.
Fuente; San Vicente de Paul, Extracto de la Conferencia  228. En: Obras completas, tomo XI, conferencias  4, Salamanca. Sígueme. 1974,pp. 779-781.

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