La primera fase
del discernimiento es la purificativa y, como la purificación lleva al conocimiento,
es una fase de conocimiento de sí y de Dios. Este conocimiento, para ser de verdad
realista -como ya hemos indicado- se debe encontrar en el perdón y en la
salvación que Dios va realizando en el hombre. El pecado se cumple dentro del
amor, porque sólo en el amor es posible la experiencia de la libertad y por
tanto de la no-adhesión. El pecado significa comprenderse uno a sí mismo fuera
del amor, tener una visión de uno mismo
desvinculado de
los demás, en donde la conciencia más radical de uno mismo no está en tender
hacia los otros, sino en proyectar el devenir en la propia visual y ver a los
demás también desde esta óptica, hasta el punto de captarlos sólo en función de
uno mismo. El pecado fractura las relaciones y las reorganiza de modo perverso. Por ejemplo, si
antes del pecado el hombre comprende la tierra como ámbito de encuentro con su Creador,
después la comprende sólo en función de sí mismo, de cómo se puede servir de
ella: el hombre la domina con un principio de autoafirma-ción hasta hacer de
toda la creación servidora de su
egoísmo, y así con el resto de las cosas. Lo
más grave es que le ocurre así para
con Dios. El pecado engorda el ego y presenta todo lo que existe como un posible capital
para asegurar el propio yo que, desenganchado de las relaciones, se da cuenta de
su fragilidad existencial y de su condena a morir y por ello se debe servir de
todo para nutrir la ilusión de asegurar la vida. Pero es precisamente eso, una
ilusión, porque lo único que da vida al hombre es precisamente el sacrificio
del egoísmo, morir al principio autoafirmativo
para entrar en la órbita del amor, la única realidad que permanece y por ello
tiene vida eterna. El pecado es capaz de convencer al hombre porque le da
además una mentalidad de pecado. Ahora bien, la mentalidad pecaminosa no es
necesariamente anti-Dios, aunque sea anti-amor, una mentalidad que convence al
hombre de que no conviene amar, que le insinúa la desconfianza en el sacrificio
que exige el amor, que le llena de miedo ante el morir a sí mismo y le sugiere
la debilidad e insuficiencia de los argumentos del amor hasta llegar a
bloquearlo antes incluso del sacrificio. El amor sólo se realiza al modo de
Cristo, es decir, en la pascua del sacrificio y de la resurrección. El pecado
es exactamente vaciarse de esta «lógica pascual» y, por tanto, de la obra de Cristo.
El pecado es capaz de convencer al hombre de que la obra de Cristo, su Pascua,
no es un argumento suficiente para su pascua. De hecho, esto es un ataque
frontal contra el Espíritu Santo, porque la obra del Espíritu es la personalización
del acontecimiento-Cristo en cada bautizado. Es el Espíritu el que hace de la
Salvación mi salvación, de Cristo, mi Señor. El pecado logra
hacer ver que el Espíritu es una ilusión y que el hombre debe procurarse por sí
mismo lo necesario para salvarse. Este es el engaño más grande del pecado: convencer
al hombre de que es suficiente saber qué hacer para salvarse para, de hecho, ser
salvado. Desconectando de la relación, indiferente al amor del Espíritu que lo inhabita,
el hombre se hace la idea de que es capaz de amar a Dios y de hacer lo que él
cree haber comprendido que se debe hacer. Puede actuar así sólo porque hay una
dimensión constitutiva del amor que es la libertad: el hombre está inhabitado
del amor de Dios, sin que esto signifique estar constreñido a vivir según el
Bien. Es precisamente en esta libertad que se experimenta como elemento constitutivo
del amor en donde el hombre puede desengancharse del amor y proyectar por su
cuenta un presunto amor. Creerá amar porque actúa según ciertos preceptos y mandamientos
prefijados sobre un esquema de valores religiosos que, de hecho, suplantan al
Dios viviente, el Dios con rostros, el Dios del amor.
Fuente: P. Marko Rupnik. El discernimiento.
gracias, por esta reflexión, cuando nos reconocemos pecadores, nos reconocemos necesitados de Dios. Gracias, un buen día.
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