Cristo, esperanza de todos los
creyentes, llama durmientes, no muertos, a los que salen de este mundo, ya que
dice: Lázaro, nuestro amigo, está dormido.
Y el apóstol san Pablo quiere que
no nos entristezcamos por la suerte de los difuntos, pues nuestra fe nos enseña
que todos los que creen en Cristo, según se afirma en el Evangelio, no morirán
para siempre: por la fe, en efecto, sabemos que ni Cristo murió para siempre ni
nosotros tampoco moriremos para siempre.
Pues él mismo, el Señor, a la voz
del arcángel y al son de la trompeta divina, descenderá del cielo, y los
muertos en Cristo resucitarán.
Así, pues, debe sostenernos esta
esperanza de la resurrección, pues los que hemos perdido en este mundo, los
volveremos a encontrar en el otro; es suficiente que creamos en Cristo de
verdad, es decir, obedeciendo sus mandatos, ya que es más fácil para él
resucitar a los muertos que para nosotros despertar a los que duermen. Mas he
aquí que, por una parte, afirmamos esta creencia y, por otra, no sé por qué
profundo sentimiento, nos refugiamos en las lágrimas, y el deseo de nuestra
sensibilidad hace vacilar la fe de nuestro espíritu. ¡Oh miserable condición
humana y vanidad de toda nuestra vida sin Cristo!
¡Oh muerte, que separas a los que
estaban unidos y, cruel e insensible, desunes a los que unía la amistad! Tu
poder ha sido ya quebrantado. Ya ha sido roto tu cruel yugo por aquel que te
amenazaba por boca del profeta Oseas: ¡Oh muerte, yo seré tu muerte! Por
esto podemos apostrofarte con las palabras del Apóstol: ¿Dónde está,
muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?
El mismo que te ha vencido a ti
nos ha redimido a nosotros, entregando su vida en poder de los impíos para
convertir a estos impíos en amigos suyos. Son ciertamente muy abundantes y
variadas las enseñanzas que podemos tomar de las Escrituras santas para nuestro
consuelo. Pero bástanos ahora la esperanza de la resurrección y la
contemplación de la gloria de nuestro Redentor, en quien nosotros, por la fe,
nos consideramos ya resucitados, pues, como afirma el Apóstol: Si hemos
muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él.
No nos pertenecemos, pues, a
nosotros mismos, sino a aquel que nos redimió, de cuya voluntad debe estar
siempre pendiente la nuestra, tal como decimos en la oración: Hágase tu
voluntad. Por eso, ante la muerte, hemos de decir como Job: El
Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor.
Repitamos, pues, ahora estas palabras de Job y así, siendo iguales a él en este
mundo, alcanzaremos después, en el otro, un premio semejante al suyo.
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