12 de marzo, memoria de San Luis Orione |
Pero una vez hubo otro rey, un
rey suave y más que rey y señor, padre dulce de su pueblo. No tenía soldados y
no los quiso tener nunca. No derramó la sangre de nadie, no quemó la casa de
nadie. No quiso que su nombre estuviera grabado en las rocas de los montes sino
en el corazón de los hombres. Un rey que no hizo mal a nadie y sí bien a todos,
como la luz del sol que da sobre los buenos y sobre los malos. Extendió la mano
a los pecadores, fue a su encuentro, se sentó y comió con ellos, para
inspirarles confianza, para rescatarlos de sus pasiones, de los vicios y, una
vez rehabilitados, encaminarlos hacia la vida honesta, el bien, la virtud.
Pasó dulcemente la mano sobre la
frente febril de los enfermos y los sanó de toda debilidad. Tocó los ojos de
los ciegos de nacimiento y éstos vieron, ¡y vieron en él al Señor!
Tocó los labios de los mudos, y
hablaron ¡y bendijeron en él al Señor! A los sordos les dijo: “¡Oíd!” y oyeron;
a los leprosos y a los desechos de la sociedad les dijo: “Quiero limpiarlos” y
la lepra cayó como escamas y quedaron limpios. Llevó al tugurio la luz del
consuelo y evangelizó a los pobres, viviendo en el pueblo más mísero de
Palestina.
No buscó entre los grandes a
quien lo siguiera ni exaltó a los potentes de la inteligencia, del brazo o de
la riqueza, sino a los humildes y a los pobrecitos, paupérrimo también él. “Los
zorros tienen su cueva y los pájaros el nido, pero el Hijo del Hombre no tiene
dónde posar su cabeza”. Vivía frugalmente, habituando a sus seguidores a la
disciplina de la mortificación, de la oración, del trabajo, para fortalecerlos
en la vida del espíritu. Se mortificó, rezó, trabajó largamente, santificando
así, con sus manos y con su vida, el trabajo.
De aspecto simple, amaba la
pureza, reacia a cualquier adorno; era tal la santidad de su vida y de su
doctrina, que hubiera bastado para demostrar que era el enviado de Dios. Sus
ojos y su frente estaban iluminados por tanta beatitud celestial que ninguna
persona honesta podía sentirse infeliz después de haber visto su rostro.
A quien le preguntaba cómo había
que vivir, respondía: “Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a
vosotros mismos; desprendeos de lo superfluo para darlo a los pobres y si
queréis ser perfectos renegad de vosotros mismos, abrazad vuestra cruz y venid,
¡seguidme!”.
A la muchedumbre que lo rodeaba
para escucharlo o porque una estupenda virtud curativa emanaba de El, le decía
palabras de sobrehumana dulzura y de vida eterna: “Os doy un nuevo mandamiento:
amaos recíprocamente en el Señor y haced el bien a quien os hace el mal”.
De los niños dijo que sus ángeles
ven siempre el rostro de Dios y que será bienaventurado aquél que sea siempre
niño en su corazón, que sea puro como los niños. Bendijo la inocencia y amó a
los niños con un amor altísimo y divino, tanto que gritó, si bien nunca alzaba
la voz: “¡Ay de aquellos que escandalicen a los inocentes...!”
Multiplicó el pan, pero no para
sí sino para las muchedumbres. No hizo llorar a nadie; lloró El por todos, y
lloró sangre. Secó las lágrimas de muchos y de muchas almas perdidas.
Dijo a los cadáveres:
“¡Levantaos!” y a esa voz omnipotente la muerte fue vencida, los muertos
resucitaron a nueva vida. Tenía para todos una palabra de perdón y de paz; a
todos infundió un soplo de caridad restauradora, un rayo vivificante de luz,
superior, divina.
Inicuamente perseguido y
traicionado, aun en la cruz invocó del Padre celestial, con gran voz, el perdón
para los bárbaros que lo habían crucificado. El, que había hecho volver a poner
la espada de Pedro en la vaina, que no había derramado la sangre de nadie,
quiso dar toda su sangre divina y su vida por los hombres, sin distinción de
judío, de griego, de romano o de bárbaro: ¡verdadero rey de paz, Dios, Padre, Redentor
de todos!
Quiso morir con los brazos
abiertos, entre el cielo y la tierra, llamando a todos –ángeles y hombres– a su
Corazón abierto, desgarrado, anhelando abrazar y salvar en ese Corazón divino a
todos, todos, todos: ¡Dios, Padre, Redentor de todo y de todos!
No, Jesús no quiso construir un
monumento fúnebre, como Gengis Khan, como los antiguos reyes; sin embargo, por
todas partes se ve levantarse al cielo, en las grandes ciudades y en los
pequeños pueblos, una casa consagrada a su memoria; aun allí donde no hay
moradas humanas, en las nieves eternas, se alza la capilla –tal vez una pobre
choza muy parecida a la gruta de Belén–, y sobre ella, solitaria, hay una Cruz
que recuerda la obra de amor y de inmolación de Jesucristo Nuestro Señor. ¡Esa
Cruz habla a los corazones del Evangelio, de la paz, de la misericordia de Dios
hacia los hombres...!
¡No me vencieron sus milagros ni
su resurrección, sino su Caridad, esa Caridad que ha vencido al mundo
Fuente: San Luis Orione. Extracto de “Saludo natalicio a los
benefactores”, carta de Navidad de 1920.
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