¿Dónde hallamos la fórmula esencial de la fe? Por S.S. Benedicto XVI

Dios se ha revelado con palabras y obras en toda una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de muerte y resurrección. Dios no sólo se ha revelado en la historia de un pueblo, no sólo ha hablado por medio de los profetas, sino que ha
traspasado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como hombre, a fin de que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y el anuncio del Evangelio de la salvación se difundió desde Jerusalén hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha hecho portadora de una nueva esperanza sólida: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la derecha del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde los inicios se planteó el problema de la «regla de la fe», o sea, de la
fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio, en la que permanecer firmes; a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre que hay que custodiar y transmitir. San Pablo escribe: «Os está salvando [el Evangelio] si os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en
vano» (1 Co 15, 1.2).
Pero ¿dónde hallamos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos las verdades que nos han sido fielmente transmitidas y que constituyen la luz para nuestra vida cotidiana? La respuesta es sencilla: en el Credo, en la Profesión de fe o Símbolo de la fe nos enlazamos al acontecimiento originario de la Persona y de la historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: «Os transmití en primer lugar lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día» (1 Co 15, 3.4).
También hoy necesitamos que el Credo sea mejor conocido, comprendido y orado. Sobre todo es importante que el Credo sea, por así decirlo, «reconocido». Conocer, de hecho, podría ser una operación solamente intelectual, mientras que «reconocer» quiere significar la necesidad de descubrir el vínculo profundo entre las verdades que profesamos en el Credo y nuestra existencia cotidiana a fin de que estas verdades sean verdadera y concretamente —como siempre lo han sido— luz para los pasos de nuestro vivir, agua que rocía las sequedades de nuestro camino, vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se injerta la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.

Fuente: S.S. Benedicto XVI. Catequesis sobre el credo. Extracto de introducción.

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